ANÁSLISIS | Protestas en Turquía
Las paradojas de la democracia
Los manifestantes en la plaza Taksim de Estambul se enfrentan al componente islámico que subió al poder con Erdogan. Lo consideran una amenaza al laicismo y los derechos civiles. Pero es el resultado natural del fin del autoritarismo kemalista, según el escritor holandés Ian Buruma.
Ian BURUMA | AFP
Las manifestaciones antigubernamentales que están teniendo lugar en las ciudades de Turquía podrían considerarse como una protesta masiva contra el islam político. Lo que comenzó como un mitin contra los planes respaldados por el Estado de arrasar un pequeño parque de Estambul para levantar un nuevo centro comercial se ha transformado rápidamente en un conflicto de valores. A primera vista, la contienda parece representar dos ideas muy diferentes de la moderna Turquía: la secular contra la religiosa, y la democrática contra la autoritaria. Se han hecho comparaciones con Occupy Wall Street, y la gente habla incluso de una «Primavera Turca».
Resulta evidente que muchos ciudadanos turcos, especialmente en las grandes ciudades, están hartos del primer ministro y del estilo cada vez más autoritario de gobernar de Recep Tayyip Erdogan, de su rígido control de la prensa, de las restricciones que ha impuesto contra el consumo de alcohol, de su gusto por edificar nuevas y grandiosas mezquitas, del arresto de los disidentes políticos y ahora de su respuesta tan violenta a las manifestaciones. La gente teme que las leyes seculares sean sustituidas por la ley sharia, y que los frutos del Estado secular de Kemal Atatürk se vean anulados por el islamismo.
A eso hay que añadirle el problema de los alevís, una minoría religiosa vinculada al sufismo y al chiísmo. Los alevís, que estuvieron protegidos por el Estado secular kemalista, desconfían profundamente de Erdogan, ya que se sintieron sumamente ofendidos cuando supieron que pensaba darle el nombre del sultán que los aniquiló en el siglo XVI a un puente nuevo que se está construyendo sobre el río Bósforo.
La religión, por tanto, parece estar en el centro del problema turco. El islam político es considerado por sus adversarios como inherentemente antidemocrático. Sin embargo, las cosas no son tan simples. El Estado secular kemalista no era menos autoritario que el régimen islamista y populista de Erdogan. Además, también resulta significativo que las primeras manifestaciones que tuvieron lugar en la plaza Taksim de Estambul fuesen por un centro comercial y no por una mezquita. El temor de la sharia se corresponde con la rabia que produce la vulgaridad codiciosa de los empresarios y constructores respaldados por el Gobierno de Erdogan. No hay duda de que existe una fuerte tendencia izquierdista en la Primavera Turca.
Por eso, en lugar de centrarnos en los problemas del moderno islam político, que son considerables, sería más fructífero estudiar los conflictos que han surgido en Turquía desde una perspectiva muy pasada de moda en la actualidad: la diferencia de clases. Los manifestantes, tanto si son liberales como izquierdistas, suelen pertenecer a la élite urbana más occidentalizada, sofisticada y secular. Erdogan, por el contrario, sigue siendo muy popular en la Turquía rural y provinciana, es decir, entre las personas con menos educación, más pobres, conservadoras y religiosas.
A pesar de las tendencias autoritarias personales de Erdogan, más que obvias, sería un error ver las protestas actuales como un mero conflicto entre la democracia y la autocracia. Después de todo, el éxito del populista Partido de la Justicia y del Desarrollo de Erdogan, así como la mayor presencia de símbolos y costumbres religiosas en la vida pública, son el resultado de una mayor democracia en Turquía. Hábitos, como por ejemplo que las mujeres lleven velo en los lugares públicos, que fueron suprimidos por el Estado secular, han vuelto a surgir porque los turcos rurales tienen más influencia. Las jóvenes mujeres religiosas están acudiendo a las universidades de las ciudades, y los votos de los turcos conservadores de las provincias también cuentan.
La alianza entre los empresarios y los populistas religiosos no es de extrañar en Turquía. Muchos de los empresarios nuevos, así como gran parte de las mujeres que llevan velo, proceden de los pueblos de Anatolia. Esos provincianos y nuevos ricos detestan la élite del viejo Estambul tanto como los empresarios de Texas o Kansas odian a las élites liberales de Nueva York y Washington.
Sin embargo, decir que la actual Turquía es más democrática no significa que sea más liberal. Ese problema también se ha puesto de manifiesto en la Primavera Árabe. Dar voz a todas las personas es algo esencial en cualquier democracia, pero esas voces, especialmente en tiempos revolucionarios, rara vez son liberales. Lo que observamos en países como Egipto, Turquía e incluso Siria, es lo que el gran filósofo liberal británico, Isaiah Berlin, describió como la incompatibilidad de los bienes iguales. Es un error creer que las cosas buenas siempre cuajan, ya que en ocasiones chocan entre sí. Eso es lo que está sucediendo en la dolorosa transición política de Oriente Medio. La democracia es buena, al igual que el liberalismo y la tolerancia. Idealmente, deberían coincidir, pero en la mayoría de los países de Oriente Medio no está ocurriendo así. De hecho, más democracia puede significar menos liberalismo y tolerancia.
Es fácil simpatizar con los rebeldes que se oponen a la dictadura de Bashar al Assad en Siria, por ejemplo. Pero la clase alta de Damasco, los hombres y las mujeres seculares a las que les gusta la música y las películas occidentales, miembros algunos de minorías religiosas como los cristianos y alevitas, tendrían muchas dificultades para sobrevivir si Bashar se marcha. El baazismo fue opresivo, dictatorial, con frecuencia incluso brutal, pero protegió a las minorías y élites seculares.
¿Que mantengan a raya al islamismo es motivo para apoyar a los dictadores? En realidad no. La violencia del islam político se debe en gran parte a esos regímenes tan opresivos y, cuanto más tiempo estén en el poder, más violentas serán las rebeliones islamistas.
Tampoco es razón para apoyar a Erdogan y a los constructores del centro comercial contra los manifestantes, ya que estos tienen derecho a protestar por su falta de consideración por la opinión pública y su rígido control sobre la prensa, pero considerar el conflicto como una lucha justificada contra la expresión religiosa sería igualmente erróneo.
Una mayor visibilidad del islam es el resultado inevitable de una mayor democracia. Impedir que eso acabe con el liberalismo es el problema más importante que afrontan los habitantes de Oriente Medio. Erdogan no es liberal, pero Turquía sigue siendo una democracia. Esperemos que las protestas contra su Gobierno la conviertan también en más liberal.