Iñaki Egaña | Historiador
La mayor
La propuesta de Plan de Paz y Convivencia que ha presentado el Gobierno vasco ha causado un pequeño revuelo social. Lakua ha anunciado, simultáneamente, la ampliación de la lista de víctimas de violencia estatal. No estábamos acostumbrados a que se reconocieran desde ciertas instituciones a las víctimas del Estado y el hecho de hacerlo parcialmente ha sido origen de la agitación. El camino emprendido, sin embargo, está condenado a repetir una música cuya tonadilla nos es bien conocida, la de los excesos. «Lo nuestro son errores, lo suyo son crímenes», como dijo aquel ministro llamado Martín Villa.
La falta de un análisis en profundidad marcará, nuevamente, un paso en falso. Se podrá atinar más o menos en los números de víctimas, se podrán sumar nuevas, con la asunción de la tortura como parte de un modelo indudablemente represivo y sistémico, se abrirán ciertos reconocimientos pero, en el fondo, se sigue negando a la mayor. ETA no está en el origen del conflicto, sino que es la expresión del mismo.
La frialdad de los números encierra, es cierto, un drama. Nadie es ajeno a ello. Pero las expresiones más descarnadas tienen un punto de partida que no se puede obviar. A estas alturas, no hay informes técnicos o asépticos, porque la propia y pretendida neutralidad supone ya una toma de postura, una valoración en sí misma.
Sé que causa desasosiego referirse a un pasado no tan cercano como el de nuestras generaciones, pero aún recuerdo el revuelo causado en estas mismas instituciones que ahora abren una puerta cuando algunas asociaciones pidieron a España que reconociera en 2012 la masacre de Gernika, en 1937, tal y como lo había hecho unos meses antes un Gobierno conservador en Alemania. Los constitucionalistas pusieron el grito en el cielo.
Recordar el tortuoso recorrido de las víctimas de la guerra civil, las del bando republicano, que necesitaron reconocer al mismo Estado que las había vilipendiado su condición precisamente de víctimas es uno de los episodios más dolorosos de la historia europea del siglo XX. Una Europa que en 1945 afirmó que había derrotado al fascismo y se dispuso, desde entonces, a dignificar a las víctimas del Holocausto. A todas, menos a las ibéricas y, por extensión, a las vascas.
Volver la mirada al mes pasado para confirmar que una juez argentina fue vetada por Madrid para tomar declaración a las víctimas del franquismo no es un ejercicio introspectivo, sino la constatación de que un poder fáctico de dimensiones descomunales ha tomado a la llamada democracia por asalto. Desconoce su significado y, lo que es peor, se mofa de ello.
La «modélica transición» fue la extensión de un gran manto sobre un estado corrupto, dominado por terratenientes, banqueros, militares y policías que, en el tema vasco, afiló sables. Rompió el territorio histórico y mantuvo, si no aumentó, su presencia colonial (la existencia del delegado de Gobierno es sólo la punta del iceberg). El falangista Martín Villa y su posición al día de hoy no es un ejemplo recurrente, sino el síntoma.
Podemos enredarnos en las víctimas, y habrá que hacerlo con rigor, pero esa no es la cuestión. Resulta sorprendente que el guardia civil José Pardines sea considerado «víctima del terrorismo» y, en cambio, Txabi Etxebarrieta, que murió de un tiro a quemarropa de otro guardia civil horas más tarde, en presencia de al menos una docena de testigos, sea considerado el «terrorista».
Se podrá poner más o menos empeño en señalar que los casos de tortura en 50 años fueron 4.500, 9.600... se citarán los de Mikel Zabalza, Gurutze Iantzi, Xabier Galparsoro, Josu Zabala, José Luis Geresta... pero ¿recuerdan que sus sumarios fueron cerrados? ¿Que un juez dijo que Mikel Zabalza se había ahogado en el Bidasoa? ¿Qué continuidad ha tenido la intervención de Luis Morcillo confesando ser el autor material de la muerte de Santi Brouard? El teniente coronel Rafael Masa participó en aquel atentado impunemente, porque hasta ayer se encontraba en prisión por tráfico de 120 kilogramos de cocaína. Cuando lo de Brouard ya estaba condenado, y a pesar de ello ascendido, por las torturas a Tomás Linaza.
Un aparato, el estatal que se ha ciscado en los informes sobre la tortura de Naciones Unidas, que ha satanizado a Teo Van Boven y a Martin Schenin, los relatores, que ha llamado etarra a Pierre Joxe, exministro francés de Interior y Defensa. Que ascendió a comisario general de Tenerife a Antonio Gil Rubiales, condenado por haber infligido a Joseba Arregi las torturas que le produjeron la muerte.
Ha habido, y ese es parte del análisis de fondo ausente, un Estado que ha violado los derechos humanos de todo un país. Y el tema de la tortura es, solo, otro de los síntomas. Jueces que han cobrado de los fondos reservados (Alfonso Guerra denunció recientemente a Garzón por razones de un guión coyuntural). Periodistas que también han cobrado de los fondos reservados para tapar la evidencia. Políticos que la han justificado, cuando no apoyado. Pero también maestros, censores, gobernadores, agentes... ¿Cuándo nos permitirán acceder a esos archivos?
Para que tal actividad se diera con total arbitrariedad, los mecanismos han sido excepcionales, la Ley Antiterrorista y la Audiencia Nacional. No voy a repetir lo conocido hasta la saciedad, lo del pasado franquista. ¿Acudirá la Comisión de Paz y Convivencia hasta el principio? De ser así nos llevaría a reconocer la eterna impunidad.
Impunidad, con mayúsculas. Desde 1977 han sido 17.620 los indultos gubernamentales, según los datos del BOE. Entre los perdonados está lo mejor de cada casa: golpistas del 23-F, terroristas de los GAL, políticos corruptos, jueces prevaricadores, grandes empresarios y banqueros defraudadores, narcotraficantes... En una media de 480 al año. Los no juzgados, los de imperativo legal o deber debido son legión.
Un Estado con una máxima: el fin justifica los medios. Y mantengo la frase en presente, a propósito. Porque todo ese aparato, esos instrumentos nacidos para la represión indiscriminada (el 1,2% de la población vasca ha sido detenida por razones políticas en Euskal Herria en los últimos 50 años, ¿conocen algún otro lugar en Europa con una cifra de semejante magnitud) siguen vigentes. Generando violencia.
Esa violencia estatal, y no me refiero a la estructural, se ha saltado la libertad de expresión cerrando medios de comunicación que no le eran afines, ha dispersado a los presos vascos a centenares de kilómetros de su hogar contraviniendo las sugerencias internacionales (¿por qué no son muertes políticas las de sus familiares que perecieron en la carretera?), ha prohibido formaciones políticas. Ese Estado alentó el circuito de la heroína (centenares de muertos) para desarmar de ideas a la juventud vasca, en una iniciativa política sin parangón.
Una violencia estatal que ha creado el código penal más severo de Europa, donde jóvenes son condenados a años de cárcel por venganza, donde quienes han cumplido condena siguen en prisión en razón de la sinrazón. Porque lo dijo aquel ministro francés llamado Charles Pasqua, colega por cierto del mencionado Martín Villa: «la democracia termina donde comienza la razón de estado».
Una violencia estatal que ha negado la existencia de un sujeto vasco y, en consecuencia, ha vetado sus derechos. Que ha diseñado una arquitectura destinada a mantener la negación. La exclusión. Que ha llevado a todos los terrenos de la vida social, cultural, económica y política su propuesta sin fisuras.
Hay una línea que recorre España, una línea gruesa. La de la «patria democrática» que citó Aznar en cierta ocasión y que ha causado, como quien no dice nada, más de 250.000 víctimas mortales en Irak. Por ejemplo. Una lógica «nacional» que ha provocado el resto. Un modelo que aún continua. Que ha negado derechos individuales y colectivos, que no es únicamente un catálogo de excesos. Un proyecto violento per se. Abordarlo sería jugar a la mayor. Tener vocación de resolución definitiva de un conflicto que sigue y seguirá abierto mientras no se resuelva la principal premisa.