Iñaki Egaña | Historiador
La militarización simbólica del presente
Ejércitos, soldados y armas han sido expresiones relacionadas con el país, desde aquellos tiempos en los que las carreteras eran caminos de trashumancia. Los cuarteles, los campamentos militares, delimitaban las fronteras, a menudo difusas, mientras las ciudades acogían a los centros de intervención rápida. El Regimiento de Cazadores América en Iruñea, el de las fuerzas especiales de Baiona, los cuarteles de Araka, Garellano, Loiola... todavía en el corazón urbano de Euskal Herria.
Las subdelegaciones de defensa en cada territorio vasco, hoy convertidos en provincias, nos traen ese eco cercano de aquellos gobernadores militares que hasta hace bien poco marcaban el paso no sólo en los desfiles de la llamada Semana Santa, sino también en la vida política diaria. Estos delegados son los restos de una ocupación colonial dispersada por el mundo, liderada por el emblema monárquico. La delegación divina.
Las señales de color caqui han estado pegadas a las puertas de nuestras viviendas con una intensidad que finalmente se ha convertido en familiar. No debería ser así y, por ello, cíclicamente, suenan melodías críticas sobre espectáculos convertidos en costumbres y maquillados como tradición. Los alardes sexistas de Irun y Hondarribia son el paradigma de lo que fue el medio militar, humillante para las mujeres convertidas a lo sumo en cantineras (prostitutas) de la tropa.
A pesar de lo citado, es notoria la pérdida de peso del «elemento» militar en la vida cotidiana. La desaparición del servicio militar obligatorio es una de esas victorias populares a las que las generaciones posteriores apenas le dan valor. Jamás conocieron el secuestro legal. Un pasaje dramático de la historia que, obviamente, los historiadores constitucionalistas obviarán.
Miles de muertos entre los vascos peninsulares en Cuba, Rif, Guinea... y otros tantos continentales en Prusia, China, Argelia, Indochina. Un servicio militar obligatorio que impregnaba patrióticamente a aquellos jóvenes que ni siquiera conocían la metrópoli, en la mayoría de los casos que tampoco sabían de la lengua de Cervantes, ni la de Molière. «Morts pour la patrie», en la canción de Gorka Knor.
La huella de cientos de años aun perdura, no tanto en esos escenarios lejanos convertidos ahora en nuevos candidatos a la ocupación en defensa de intereses estratégicos (económicos), sino en casa. Afganistán, Iraq, Malí... son lugar para soldados profesionales y mercenarios, no para jóvenes secuestrados. Aunque los fines son muy similares a los de antaño.
Decenas de años después de los tres grandes hitos que marcaron la historia vasca del siglo XX (las dos guerras mundiales y la civil española), todavía perduran entre nosotros los símbolos de aquellas confrontaciones que provocaron un holocausto, varios genocidios y la pérdida generacional de numerosos jóvenes que vieron trucado su paso por la vida. Miles de símbolos en forma de placas, monumentos, referencias bélicas y tradiciones ignominiosas.
No sólo de entonces, sino también de tiempos anteriores. El callejero, las plazas, los institutos vascos llevan el nombre de aquellos militares, de aquellos conquistadores que la historia maquilló para regocijo del mando castrense de cada época. Centenares de nombres se reparten por esquinas y avenidas de Euskal Herria como si permanentemente nos recordaran que debemos agachar el semblante como señal de acatamiento, como si fuéramos un pueblo condenado a sufrir una humillación permanente.
Hombres y mujeres de buena fe, cercanos o lejanos, han terminado por sucumbir ante esta dinámica. Por desconocimiento, por prioridades, por costumbre, por desproteger el flanco simbólico como si el conflicto se desarrollara únicamente entre coordenadas coyunturales. Como si el imaginario colectivo vasco tuviera suficientes defensas naturales como para obviar y defenderse de lo militar.
Oreja, Prim, los Reyes Católicos, Domínguez Arévalo, Careaga, Antoniutti, Chinchilla, Duque de Ahumada, Voluntaria entrega... reyes, generales, comandantes, mariscales, obispos, infantas, almirantes. Una retahíla de «distinguidos» y asimismo de conceptos con un sesgo bélico. Más aun, con una inclinación notoriamente fascistizante, totalitaria e imperial. Victoriosos en la permanente batalla del relato. Gasteiz ensalza a Wellington y Baiona a su enemigo en suelo vasco, Soult. Para vergüenza del país. Ambos dejarían en ridículo las andanzas de cualquier bandolero o guerrillero de apellido vasco. Y sin embargo...
He puesto un ejemplo con el callejero. Pero todas las facetas de la vida social vasca están impregnadas de esos olores. Incluso la educación que, como decía el admirado Nelson Mandela, es la base del futuro y del cambio. Si de verdad en Madrid o en París se dedicaran a leer los textos que aprenden nuestros hijos y nietos no tendrían las dudas que afirman poseer. No sufrirían la congoja que me azota cada vez que uno de esos libros llega a mis manos.
Porque el pasado y su simbolismo llega hasta nosotros de manera sutil. Como si lo transmitido no fuera extraño. En los rótulos, en las placas insultantes a la inteligencia como la de Oquendo en Donostia, el águila fascista de Moyua en Bilbo. En las maniobras «intrascendentes» en Gorbeia, en Irati, en Intxortas. Como si la crítica y su percepción fuera tomar partido por la revolución polpotiana. ¡Cuán contaminados estamos!
Vienen estas reflexiones a cuento de los actos de exaltación bélica celebrados en Gasteiz hace unos días, en recuerdo de la batalla que en sus cercanías enfrentaron a las dos potencias de entonces, Francia e Inglaterra, hace ahora 200 años. Una representación teatral, en su sentido literal y también en el metafórico, con la que he sentido vergüenza ajena. Un panegírico de la guerra, de los oficiales, de las elites dominantes. De la españolidad más rancia. Del militarismo.
Un trance que ha tenido su continuidad en un acto repetido en Donostia en clandestinidad, por si recibía la recriminación popular, pero que Vocento ya se he encargado de publicitar, en un estilo que recordaba al del franquista Nodo. Un grupo de 50 militares británicos, procedentes de Afganistán en guerra, se han acercado a la capital guipuzcoana después de recibir el apoyo militar hispano en Araka, donde fueron aleccionados. Recorrieron los lugares de la tragedia de hace 200 años y reivindicaron el papel, junto al medio de comunicación (propaganda), de los que les precedieron. De los verdugos, violadores, saqueadores, asesinos, de su misma compañía hace dos siglos. ¿Es que el pasado exime de responsabilidad, aunque sea histórica?
La frivolidad es una elección. Y en estos casos, una elección ideológicamente definida. Con el estado anormal de las cosas. Con la alteración interesada del relato. La militarización simbólica del presente tiene un componente tan preciso como político. De la misma manera que los banqueros cierran filas en estos tiempos de estafas financieras, el lobby militar declinará hablar, debatir, de lo acontecido porque han hecho un relato a medida. Han acotado un terreno para sus tropas y un entramado civil que lo apoya.
Si los ejemplos de Gasteiz y Donostia son paradigmas de una tendencia secular, los vecinos de Arbizu nos han recordado recientemente que, fuera del cuartel, de sus guerras y de sus batallas, la población civil tiene la palabra. Una población, la navarra, que recordó con sentimiento las atrocidades cometidas por la tropa en un emotivo evento representado en auzolan.
Una sociedad civil que ya entonces, en los tiempos de hace 200 años, los que nos ocupan, mantuvo una actitud digna de encomio. Que puso los mimbres para forjar nuestro relato. Que desertó en masa ante los llamamientos a esa guerra inútil entre imperios. Y por ello lo detestaron aquellos que hoy son héroes de estado (Wellington, Napoleón, Castaños). Jóvenes entonces que ante su huida para combatir bajo estandartes extraños, recibieron el castigo en sus familias. Castaños, el hoy laureado, ordenó secuestrar a las familias de los desertores vascos. Y las mantuvo como rehenes incluso después de concluida la contienda. Venganza. Wellington, medalla de oro de la ciudad de Gasteiz, mintió como bellaco sobre la razia que su gente realizó en Donostia.
Aquel fue el relato.
Y por eso no puedo finalizar sin redundar en esa vergüenza y coraje que siento ante tanta parada militar.