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Carlos GIL | Analista cultural

Complejos

 

Es un lugar común de muchos artistas que aseguran que escriben, bailan, pintan o hacen música: «Para que me quieran». Entonces, respirar es amar. Porque si no respiras no amas ni te aman. Y hay individuos de nuestra especie que si no escriben, cantan, recitan o intentan sostenerse en el aire más tiempo que su jilguero se sienten ahogados, a punto de la extinción. Complejos. Los grandes artistas se alimentan de la complejidad de lo cotidiano para regurgitarlo y transformarlo en algo excepcional. Para que les quieran o para quitarse una obsesión.

La retórica nos informa de que un artista nace. Sin este acto genético previo, no hay más relato. A partir de esa circunstancia clínica y administrativa, existe una probabilidad de que crezca. Que se desarrolle. Que cree. ¿Para que le quieran? Conozco a un buen puñado de grandes en su género artístico, que su biografía más trascendental y generadora de admiración es su capacidad amatoria. Las veces que han querido y han sido queridas, amadas, admiradas, convertidas en mucho más que su mismidad representa para ellas mismas. Hombres y mujeres que adquieren un valor simbólico que, eso sí, les pude llevar a un estadio de soledad metafísica más profunda que real.

En la placenta creativa, donde cualquier acto es placentero porque es vida, es entrega total, es incertidumbre y es sufrimiento ante la nada que debe ser luz peor que puede ser oscuridad, insatisfacción. Tocar el violín es un acto físico que produce descargas de feromonas que se convierten en sensibilidad artística o en pulsión sexual. Nada excita más que terminar un monólogo y sentir una platea en orgasmo extenuante. Lo del amor es un simple complejo moral.

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