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análisis | políticas anti-crisis

Sobre las políticas de estímulo a la economía

Valorar las políticas de estímulo por sus efectos a corto plazo resulta «casi siempre inútil», a juicio de los autores. El gran reto de estas políticas radica en seleccionar correctamente sus destinos y sus instrumentos para que generen un efecto estructural positivo en la economía. Si los objetivos y los instrumentos no son los adecuados, las políticas de estímulo no solo no son eficientes sino que, en las circunstancias actuales, pueden suponer un auténtico desastre.

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EKAI Center

Comencemos explicando que EKAI Center es partidario de dar un papel sustancial en las políticas anti-crisis a las estrategias de estímulo de la economía. El rechazo sistemático de este tipo de políticas tiene, en ocasiones, un componente fuertemente ideológico, basado en la presunción de que la iniciativa pública es siempre ineficiente. Y si hay numerosos ámbitos de actividad en los que ha quedado constatada esta ineficiencia de la gestión pública, también es cierto que todas las naciones contemporáneas dan un peso fundamental a la actuación pública en el conjunto de la economía, sin que existan experiencias prácticas que ni siquiera puedan servir de referencia para los que cuestionan sistemáticamente cualquier ampliación del ámbito de actuación público con argumentos generalistas que teóricamente podrían ser considerados como cuasi-anarquistas, pero cuyas bases ideológicas, en realidad, nadie se toma en serio, sin perjuicio de que puedan ser más o menos utilizadas en estrategias concretas de privatización.

Las políticas de estímulo son, en el fondo, una forma de concentrar esfuerzos del conjunto de la sociedad en una determinada dirección, de acuerdo con un criterio de selección de prioridades que se entiende responde -o debe responder- al interés general.

Y aquí radica, precisamente, el gran problema de las políticas de estímulo. Porque la concentración de esfuerzos financieros del conjunto de la nación en una determinada dirección puede ser un instrumento excelente para el relanzamiento económico si las prioridades a las que este esfuerzo se va a destinar están correctamente identificadas y, por otro lado, si los instrumentos definidos para su aplicación están adecuadamente seleccionados.

Sin embargo, si los objetivos y los instrumentos no son los adecuados, las políticas de estímulo no sólo no son eficientes sino que suponen una verdadera sangría para la economía y, en las circunstancias actuales, pueden suponer un auténtico desastre.

Para todo ello, es esencial que el punto de partida sea realmente el de que la selección de prioridades y medios se efectúe en base a los intereses generales y no en base a intereses de grupo. Esto último es, desgraciadamente, lo que ha sucedido con las políticas de estímulo en países como USA o -hasta el año 2010- España y lo que asegura el fracaso a medio y largo plazo de estas políticas.

Es necesario precisar que las políticas de estímulo, casi inevitablemente, tienen éxito a corto plazo. El mero hecho de lanzar dinero al mercado supone de forma inmediata un incremento de actividad o, al menos, una mejora de los indicadores de los mercados financieros. Por eso, valorar las políticas de estímulo por sus efectos a corto plazo es, casi siempre, inútil. El gran reto de estas políticas radica en que, si sus destinos y sus instrumentos han sido correctamente seleccionados, generen a medio y largo plazo un efecto estructural positivo en la economía.

Es importante precisar que, en el sentido que comentamos, las políticas de estímulo son también políticas «de austeridad». Es decir, en la medida en que la finalidad última de las mismas es la concentración de esfuerzos financieros del conjunto de la economía en una determinada dirección en base al interés general, esto significa que, de forma directa o indirecta, el conjunto de la sociedad realiza un esfuerzo, soporta el coste necesario para la concentración de recursos que estas políticas de estímulo requieren.

En el caso de las políticas de estímulo monetario, esto se produce a través de la dilución del valor de la moneda y, en el caso de las políticas de estímulo presupuestario, a través de los ajustes presupuestarios necesarios para financiarlos (reducciones de gastos o subidas de impuestos) o bien a través del coste de la deuda pública emitida con el mismo fin. Lo que ocurre es que, en el caso de las políticas de estímulo, estos sacrificios del conjunto de la sociedad son menos evidentes y, por lo tanto, políticamente más fáciles de vender.

En buena parte como consecuencia de ello, uno de los grandes problemas de las políticas de estímulo radica en la facilidad con la que esconden posiciones claramente demagógicas. Evidentemente, siempre es más fácil trasladar a la opinión pública que la salida de la crisis no radica en la realización de esfuerzos por parte de nadie sino, al contrario, en que algún ente público (el Gobierno o el Banco Central), simplemente, incrementen el nivel de gasto en una u otra dirección. Lógicamente, esto es mucho más fácil de gestionar políticamente que las políticas de austeridad. Esto facilita que las estrategias anti-crisis, fundamentalmente las planteadas por los partidos de oposición, tiendan a derivar casi siempre hacia la defensa de políticas de estímulo -aumentos de gasto, reducción de impuestos, expansión monetaria...- con una u otra proyección en función de la respectiva perspectiva ideológica de cada grupo político.

Esta es la razón básica de que a quienes defienden -defendemos- políticas de estímulo sea imprescindible exigirles, en primer lugar, concreción. Y, en segundo lugar, una clara explicación de que los destinos de estas políticas y sus instrumentos son coherentes con las prioridades definidas en base a los intereses generales. Lo que, desgraciadamente, no siempre ocurre.

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