Llevo un niño, y no es de usted, camino en pecado junto a usted, he cometido una gran ofensa contra mí misma», confiesa la protagonista del poema de Richard Dehmel en el que se basó Schönberg para su «Noche transfigurada». Su pareja le responde: «Usted va a la deriva junto a mí en un océano frío, pero una calidez especial parpadea desde usted hacia mí, desde mí hacia usted. Esa llama tranfigurará al niño, al que usted le dará vida, como si fuese mio. Usted me ha traído la luz». Es oportuno traer a colación el transfondo poético de «Noche transfigurada» para entender con qué sentimientos extremos de amor, culpabilidad y perdón está tratando el compositor. Aunque la pareja esté recorriendo un bosque bajo la luna ésta no es una música atmosférica ni impresionista, ni mucho menos un nocturno. El drama está en el interior de los personajes y, por lo tanto, no se debería abordar prestando más atención a la calidad del sonido que a la expresión. Eso es justamente lo que hizo Robin Ticciati en su versión del miércoles, de admirable exquisitez instrumental pero fría como un carámbano, y en consecuencia muy alejada de la verdad de la obra.

En la segunda parte el Orfeón Donostiarra volvió a ofrecer esa especialidad suya que es el «Réquiem» de Fauré, en la misma versión propia e inconfundible que han ido decantando a lo largo de cientos de interpretaciones. Preciosa en sonoridad y epatante en las primeras escuchas, pero cuya polarización constante entre el pianísimo y el fortísimo deja prácticamente inexplorado todo el rango dinámico que queda entre medio, que es donde habitualmente se hacen los detalles de una interpretación. El resultado es completamente efectista pero aún así muy hermoso, pues el «Réquiem» de Fauré tolera y hasta agradece este acercamiento que oscila entre la gloria y la ultratumba. El Orfeón sonó además especialmente dulce en esta ocasión.