Obama y su guerra: ¡aléjense del peligro!
A falta de justificación para la que hasta hace pocos días parecía una inminente intervención militar en Siria y de todo tipo de substancia que indique que el asalto vaya a ser rápido, decisivo y limitado a disuadir a Al-Assad para que no utilice armas químicas, la atención se concentra en las consecuencias de la arriesgada apuesta de Obama de esperar a la autorización del Congreso para ir a la guerra. Tras las amenazas, parece que ahora toca recular. Mientras, nuevas voces se suman a la oposición a la guerra de Obama -tras el batacazo del voto negativo del Parlamento británico, ayer la rechazaron Egipto y Argelia, e incluso el Papa Francisco-. En parte como consecuencia del sangriento legado de la guerra de Irak, que ha aumentado el escepticismo y el nivel de exigencia para verificar evidencias. Y, sobre todo, porque no se puede defender lo indefendible y andar un camino seguro hacia el desastre.
Obama llegó al cargo con la promesa de acabar con las guerras de su antecesor Bush. Ahora se obstina en vender el familiar refrán de que «la incapacidad de la ONU» es la primera motivación para su guerra ilegal. Y aun en la hipótesis de un voto negativo del Congreso -que dañaría enormemente su figura-, podría tomar personalmente la decisión de ir a la guerra. Si lo hace, sabe que se verá obligado a seguir y seguir, a matar y matar sin un final previsible. Y si finalmente recula, es consciente también de que en el escenario doméstico su credibilidad y su liderazgo serán atacados con fuerza.
Quizá el premio Nobel de la Paz apueste por inundar zonas altamente pobladas de Damasco bajo una lluvia de misiles lanzados desde la seguridad del Mediterráneo o desde la relativa calma de las altas nubes. Miles de sirios morirán. Cientos de miles de refugiados se sumarán al millón ya existente. Siria se parecerá a Irak o Afganistán, será una mezcla de infraestructuras destrozadas y de masacres sectarias. Obama tiene la última palabra. Y la historia lo juzgará en función de ella.