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Fermin Gongeta | Sociólogo

Eliminar las desigualdades. Reconquista

Únicamente nos piden serenidad y obediencia. Nos quieren dóciles. Hacen de sus instituciones y leyes los paraísos de su poder, construido sobre nuestra pasividad. Su mundo se detiene en la frontera de su piel

Desde el Primero de Mayo tengo ante mí la primera página del mensual «Le Monde Diplomatique». En su parte derecha, hay un artículo de su director, Serge Halimi. Su título, «Desigualdades, democracia, soberanía. Situación para preparar una reconquista». Aquel primero de mayo subrayé con bolígrafo rojo la primera frase del resumen del artículo: «Nadie cree ya que la razón se impondrá a las políticas insensatas de austeridad, ni que la moral nos preservará de los escándalos que mezclan dinero y poder».

Desde entonces, miro el título y la primera frase del resumen. Y pienso. Pienso que es cierto todo ello. Que únicamente con el título se podían escribir mil cosas, y desde luego, hacer muchas más. Situación para preparar una reconquista. Esa frase machaca mi cerebro y mi corazón. ¿Estamos realmente en la situación de preparar una reconquista?

La pregunta es idiota. Idiota por la evidencia de su respuesta. Una reconquista únicamente se prepara y realiza cuando el enemigo, cualquiera que sea, nos ha arrebatado todas nuestras pertenencias, nuestros derechos, nuestras posibilidades de vida digna... nos han robado todo, hasta la vida. A quienes menos tienen les roban para engrandecerse unos pocos. Muchos de ellos, de los ladrones públicos, siguen el pensamiento del Nazareno, que predijo: «A todo aquel que tenga se le dará más, pero al que no tenga, aun lo que tiene se le quitará» (Evangelio según Lucas, 19,26).

Estoy de acuerdo con Serge Halimi. La situación es clara, evidente y necesaria de preparar la reconquista de los que nos han robado. Y el mismo autor, desde el título de su artículo, nos indica el camino a seguir en esa nuestra epopeya de reconquista. Lo primero que hay que hacer es destruir, eliminar las desigualdades. A quienes nos han robado, sustraído derechos y posesiones para acumular riqueza y hacerse más ricos y poderosos, arrebatárselos de nuevo, para repartirlos de manera equitativa. Eso es justicia. Eso es derecho. Eso es moral, fraternidad y el inicio de una tímida democracia.

Romper las desigualdades. Derechos para todos. Al trabajo, a la vivienda, a la formación y a la información veraz, a la sanidad, que es lo mismo que decir a una vida digna.

Destruir las diferencias. Cuando lo hayamos conseguido, habremos establecido la democracia. El poder político automáticamente nos pertenecerá. Porque ellos, políticos, banqueros, empresarios, capitalistas, poderes católicos, los dueños actuales de nuestra patria, habrán perdido.

¿Y la soberanía? Eso es la soberanía. Cuando les hayamos arrebatado lo que nos han quitado, entonces seremos soberanos, libres de ataduras, independientes. Pero ese camino de destrucción de las desigualdades, de la conquista de la democracia y de la soberanía no puede realizarse si, como dijo Ernesto Che Guevara, «no se opera en las conciencias, un cambio que provoque una nueva actitud fraternal frente a la humanidad». Y la actitud de fraternidad no se consigue con buenas palabras o exquisiteces intelectuales. Uno piensa según su manera de actuar. Es la acción la que condiciona y determina nuestra forma de pensar. El pensamiento sin la acción es literatura y teatro. Es lo que ellos hacen. Teatro. El resto, digerimos nuestra propia tragedia. Hay quienes piensan que es preciso primero ser independientes para implantar la democracia, y destruir las desigualdades posteriormente. ¿Cuántos pueblos han conseguido la independencia política de sus colonizadores, pero sin romper las desigualdades, ni conseguir por tanto la democracia? Cuando un partido político, por pequeño que sea, consigue obtener una parte del poder, abandona la vida real, la tragedia del pueblo, para sumarse a la cohorte de los actores del teatro del mundo. Los políticos de todo signo actúan en el teatro de sus instituciones. Se hablan entre ellos, discuten sobre sus asuntos y deciden qué hacer con quienes nos encontramos fuera de su escena, en el patio de la vida.

El político es presa del cuarto muro (ver Sorj Chalandon), el que impide al actor intimar con el público. Ellos teatralizan la vida de los demás, de quienes les han votado, pero no viven su tragedia permanente, sino que se refugian y se aprovechan de ella. Quieren enseñarnos lo que ellos mismos ignoran, nuestra tragedia. Eso sí, la dramatizan en sus escenarios de poder, prensa, radio, televisión. La mayoría de los hombres en el poder se convierten en peligrosos, escribía sabiamente Platón. Y la historia se repite a través de todos los siglos. Únicamente nos piden serenidad y obediencia. Nos quieren dóciles. Hacen de sus instituciones y leyes los paraísos de su poder, construido sobre nuestra pasividad. Su mundo se detiene en la frontera de su piel.

Es preciso iniciar la reconquista. Algo que no se hace únicamente con bellos discursos, sino con la fuerza y la pasión de quienes sabemos que para que nos devuelvan lo que nos han arrebatado habrá que bajarles de su escenario, que este quede desierto. No podemos ser público pasivo y callado. Lo de «pienso, luego existo» de Descartes lo tenemos que cambiar por el «me defiendo, luego existo». Porque para quienes llenamos la sala del espectáculo del teatro del mundo, nuestra existencia es una constante defensa de nosotros mismos.

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