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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-04-14
Xosé Estévez - Historiador
Entre la cruz, la espada y el mar

Hoy se cumple el 75 aniversario de la proclamación de la II república española, luciendo con honor la villa de Eibar el abanderamiento de su iniciación.

La dimisión en enero de 1930 del dictador Miguel Primo de Rivera dio paso a un régimen transitorio, felizmente bautizado como dictablanda, cuya finalidad era retornar a la situación constitucional previa al golpe militar de 1923 y salvar la monarquía de Alfonso XIII, sumida en el desprestigio por su apoyo a la autocracia primorriverista. Durante el primer gobierno dictablandista, regido por el general Dámaso Berenguer, dos hechos mostraron el atrio de apertura preludial a la república: el pacto de San Sebastián del 17 de agosto de 1930, impulsado por un relevante conjunto de fuerzas antimonárquicas entre las que no se encontraban los nacionalistas vascos, y la fracasada intentona militar de Jaca, en diciembre del mismo año, protagonizada por oficiales filorrepublicanos. El segundo gobierno de la dictablanda, presidido por el almirante Aznar, había convocado elecciones municipales para el 12 de abril, con la pretensión de obtener un triunfo rotundo gracias al mantenimiento de las redes clientelares caciquiles, típicos elementos manipuladores de los comicios en la restauración.

Sin embargo, los resultados electorales supusieron un desagradable fiasco. Aunque en los distritos rurales triunfaron las candidaturas monárquicas, las grandes ciudades, la mayoría de las capitales de provincia y pueblos grandes proporcionaron la victoria a los candidatos republicanos y socialistas. El día 14 Eibar adelantaba la instauración del nuevo régimen y le seguían Barcelona y Vigo, tres ciudades periféricas. Un recio viento de esperanza barrió las brumas de la reacción y se desbordó el entusiasmo por los poros más recónditos de la piel de toro peninsular. En las crónicas del periodista Josep Pla, nada sospechoso de veleidades prorrepublicanas, hasta la tinta exultaba de alegría.

El Gobierno provisional, presidido por D. Niceto Alcalá Zamora, que acostumbraba a veranear en Lekumberri, inició la ardua tarea de implantar el nuevo régimen, promulgando decretos al efecto en los temas más urgentes: laboral, militar, religioso, educativo, uno de los mayores logros del régimen republicano, y político. Este último requería previamente la convocatoria de elecciones generales, que, celebradas el 28 de junio de 1931, corroboraron y acentuaron los resultados de las del 12 de abril. Las Cortes Constituyentes aprobaron la nueva Constitución el 9 de diciembre de 1931. Estaba influenciada por la alemana de Weimar, concedía el sufragio femenino por primera vez, era avanzada en materia social y se declaraba pacifista, profundamente laica e integral en cuanto a la territorialidad, es decir, a medio camino entre el unitarismo y el federalismo.

Los temas más candentes, debatidos y conflictivos fueron el religioso, el militar, el agrario y el autonómico.

Los primeros decretos del Gobierno Provisional (abril-diciembre de 1931) sobre laicización de la enseñanza y la quema de conventos de mayo del 31 provocaron los primeros roces con la jerarquía eclesiástica, caracterizada por un conservadurismo a ultranza y acostumbrada al beneficio de sus privilegios tradicionales. El laicismo de la nueva Constitución, cuyos artículos 26 y 27 sobraban a mi modesto entender, así como el decreto de disolución de la Compañía de Jesús de enero de 1932 y otros sobre regulación del culto, secularización de cementerios, establecimiento del matrimonio civil y del divorcio, así como la ley de Confesiones y Congregaciones religiosas de 1933 tensionarían al máximo la relaciones Iglesia-Estado republicano. La primera se posicionó con niti- dez frente a la república y la culminación de esta postura sobrevendría en la guerra del 36, declarada por la gran mayoría de los obispos, excepto el de Vitoria y Tarragona, como una Cruzada, resucitando las viejas expediciones medievales para recuperar los Santos Lugares.

Las necesarias reformas militares provocaron un profundo malestar en el estamento castrense, aficionado al orden, a la disciplina, al intervencionismo político y a la concepción de España como única e indivisible patria. El primer aldabonazo de su descontento se produciría el 10 de agosto de 1932 mediante un pronunciamiento abortado, cuyo adalid más visible era el general Sanjurjo. El siguiente levantamiento, en julio de 1936, originaría una guerra civil, incivil y pluscuancivil de tres años, saldada con la instauración de una dictadura, que permaneció hasta 1975, dejando secuelas todavía perceptibles en la actualidad en amplios sectores de la derecha, herederos ideológicos del franquismo.

El problema agrario, tema pendiente y de urgencia reformadora, que ya habían insinuado los ilustrados del XVIII como Campomanes o Jovellanos, fue abordado por la ley de reforma agraria aprobada en septiembre de 1932. Su ejecución posterior resultó lenta, fue aparcada durante el bienio derechista (1933-35) y suscitó una dura oposición de la derecha reaccionaria y de un sector de la extrema izquierda, atrabiliario y exigente en demasía.

El tema autonómico se abordó con timidez, según mi humilde parecer. Debo reconocer, en honor a la verdad, que, tras el fracaso de la I república en 1873, era la segunda ocasión en que se trataba la estructuración política del Estado español desde una perspectiva no centralista. Pero se desaprovechó una inmejorable coyuntura para articular una federación o incluso una confederación de repúblicas hispánicas o ibéricas. También se desaprovecharía la tesitura postfranquista de 1978. Estoy convencido, aunque jugar con futu- ribles es fácil, pero arriesgado, que el golpe militar no hubiera triunfado en 1936 si en la república se hubiera asentado firmemente un sistema confederal. La concesión de estatutos a las «regiones autónomas», con expresa prohibición de la federación en el artículo 13, no colmaba las aspiraciones periféricas. Los estatutos, además, sufrieron retrasos, paralizaciones y torpedeamientos, sobre todo en los casos vasco y gallego. El Estatuto vasco fue concedido en octubre de 1936 en plena guerra civil y para un territorio muy mermado. El gallego se votó en referéndum el 28 de junio y ya no pudo presentarse a las Cortes ante el estallido de la guerra civil al mes siguiente.

En definitiva, la república advino en medio de un espontáneo optimismo, fue un régimen sinceramente democrático y reformista desde una óptica de centroizquierda, intentó hincarle el diente a los problemas seculares del Estado, tuvo que lidiar contra enemigos muy tenaces, internacionalmente apoyados por los fascismos, que provocaron sus ruina ante la timorata mirada de las democracias occidentales y la última responsabilidad de su caída recae en los sublevados del 36. La república fue un fugaz resplandor de luz ahogado en la alborada por tinieblas de una larga negrura autocrática.

Quienes creemos en utopías de honradez y dignidad democrática real, y a pesar de los defectos de la república del 31, suspiramos aún por una confederación republicana de naciones ibéricas, unidas por pactos internacionales voluntarios, libres y reversibles. -


 
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