En este régimen autoritario actual que siempre aparece disfrazado de democracia, las instituciones tienen la última palabra. Sus decisiones pueden ser acertadas o no, pero son irrevocables, vamos, que van a misa y salvo catástrofe no hay espacio para rectificar.

Enviar los conciertos de bandas locales a Bilborock es una de esas decisiones sin vuelta atrás difícilmente comprensibles. De un aforo posible de 2.000 personas en la plaza Unamuno se pasa a uno de quinientos. Del rock en la calle, para todos y sin exclusiones, se pasa al rock en el gueto, apto para quien quiera entrar en una conejera humeante. De una oferta en la calle de la que algunos comercios podían sacar tajada al calor insoportable y la oscuridad mayúscula de una sala en la que la bebida se expende en máquinas y se desconoce a quien va a parar tanto euro por cerveza en lata.

Pese a todo, pese al ostracismo y al totalitarismo, el rock se abre camino. Bilborock se llena y los grupos, contentos porque una sala llena siempre es una sala llena, se parten la espalda ajenos al pillaje y al destrozo.

A lo grande

Antes de que Porco Bravo comenzase su actuación, los problemas en la entrada a Bilborock eran patentes: unas 100 personas en la calle esperando para entrar, otras 100 almas luchando por salir o conseguir una cerveza a un euro. Un caos.

Ajeno al matarile, Porco Bravo le dio fuerte al rock macarra y contundente con algún flirteo lisérgico como vía de escape. Su fin de fiesta fue de impacto, con bengalas en el culo y grapas en el pecho del cantante sonaron dos himnos clásicos de la violencia punk: ‘‘Search and destroy’’, de Iggy, y ‘‘Get it on’’, de las estrellas de la noche, Turbonegro. -

Texto

Izkander FERNANDEZ