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Antonio ÁLVAREZ-SOLÍS | Periodista

Soberanía y pueblo

La afirmación «la soberanía reside en el pueblo español», dice el autor, no tendría discusión si no fuera porque en ese Estado existe un pueblo, el vasco, que se autodefine y reclama como tal. La soberanía reside en el pueblo, y la negativa a dejar que un pueblo exprese su voluntad libremente no puede ser tachada sino de colonialismo. Alvarez-Solís cree que una declaración formal de Euskal Herria como pueblo desmontaría los argumentos que defienden la indivisible españolidad de los pueblos atados en el marco del actual Estado.

Parece evidente, al menos desde la Revolución Francesa como referente moderno acerca de esta doctrina, que la soberanía reside en el pueblo. El problema se suscita, al hablar de esta cuestión, en determinar si estamos o no frente a un pueblo, ya que es habitual confundir su ser y límites con el ser y los límites del estado. Para superar esta confusión hay que aclarar de modo principal quién tiene autoridad para certificar lo que sea un pueblo. Y ahí deja de haber un problema porque un pueblo se identifica por su singular capacidad para autodefinirse como tal. Y es así porque en el marco de las clasificaciones sociopolíticas el pueblo es entidad primera e irreductible a nada, de la que dependen entidades como nación, estado, soberanía, constitución, etc. El concepto de pueblo surge, pues, de la propia conciencia de su realidad. En lenguaje filosófico diríamos que el pueblo es el ser siendo. Y aprovechando el lenguaje de los astrofísicos también cabría añadir que el pueblo es esa partícula de energía pura que genera el resto de realidades sociopolíticas. En definitiva, al pueblo no se le pueden anteponer consideraciones constitucionales, pues es el pueblo como entidad espontánea e inicial el que se constituye a sí mismo desde las profundidades de la historia.

Todo esto que acabo de exponer viene a cuento de esa afirmación española de que la soberanía que representa el Estado reside en el pueblo español. Esta afirmación solemne no sería discutible en la cuestión vasca si los vascos fueran pueblo español, pero el caso es que no lo son al determinarse como pueblo propio. La única vía para impedir esta realidad de pueblo que protagonizan los habitantes de Euskal Herria y que les empuja a solicitar su independencia sería la derivada de una consulta previa a cualquier otra en la que los vascos declararan solemnemente, con exclusión de ajenos, si se consideran pueblo propiamente tal o, por el contrario, se estiman pueblo español. Si los vascos se consideraran pueblo ante el concierto universal nada se podría oponer a que hicieran uso de esta realidad suya para proceder políticamente hacia la soberanía, ya que la soberanía, de acuerdo con la doctrina aceptada en el ámbito internacional, reside en el pueblo. Es más, la oposición a esta voluntad independentista por parte del Estado español, una vez publicada la conciencia vasca de «ser» pueblo mediante una consulta a cielo abierto, desvelaría, sin lugar a dudas, la existencia de una situación colonial, que es en este momento la situación que admiten sin reparos las organizaciones internacionales para avalar una independencia. Estas organizaciones son las que trazan la frontera de un país que aspira a funcionar como ente soberano.

El término descolonización aplicado a Euskadi ha sido tenido como escandaloso por parte de España, pero ¿qué cabe hacer sino hablar de tal manera ante la indiscutible voluntad de ser pueblo expresada en consulta solemne por el colectivo social que se tiene por sometido a dominio? ¿Existe alguna clase de violencia -la cacareada violencia del independentismo vasco- en aceptar una consulta como la indicada? Más aún: ¿no habría que estimar en la oferta de una consulta así una irrechazable voluntad de paz, ya que lo lógico en una situación política madura sería proceder sin más vueltas o prólogos a una normal consulta independentista dada la expresiva y secular realidad histórica de los vascos como pueblo? ¿Qué más quiere España para aceptar que Euskal Herria es pueblo incluso mucho antes de que los españoles pudieran hablar de ellos como tal cosa? Cuando lo que ahora llamamos España era un conjunto tribal agavillado simplemente por un imperio exterior, un pueblo, el vasco, existía ya en plena expresión de una enérgica voluntad que lo singularizaba. Los hechos hablan de lo que digo.

Creo, razonablemente, que una declaración formal de Euskal Herria como pueblo que se siente pueblo en toda la profundidad de sus manifestaciones dejaría inválidos los argumentos de quienes hablan de una indivisible españolidad de todos los pueblos atados, pero mal atados, en el marco del actual Estado.

El territorio es quizá el factor más elemental que construye la realidad de un pueblo. Entre el ser humano y el territorio que lo sustenta existe una relación dialéctica constante que da como resultado el espíritu que constituye la identidad plena de cada pueblo. No existe hombre sin arraigo en un suelo dado, ni suelo al que no dé apellido el hombre que lo habita. El país es, en realidad, una simbiosis de individuo y paisaje. Creo que el espíritu real de un pueblo hinca su raíz en esa simbiosis. En consecuencia, no es lícito por patentemente irrazonable sostener que el vasco es un español más porque habita un territorio de España. Sigamos. Lengua, hábitos y costumbres, usos y leyes, cultura y espíritu ¿son comunes para España y Euskal Herria? Ya sé que la defensa de la unidad española suele asentarse en la diversidad con que se expresa esa unidad, pero si esto es así, si hay «tan rica diversidad», ¿en qué consiste esa unidad tan difícil y dolorosamente sostenida? Ya en los albores del liberalismo, Adam Smith sostenía la necesidad de una moral de la simpatía para lograr una pragmática convivencia; pero España no ha practicado nunca esa moral de la simpatía, lo que refuerza el afán vasco de independencia. Pero insistamos: la libertad ha de ser plena, o sea, soberana, para practicar responsablemente, si llega el caso, esa benéfica convivencia. Además, si no otra cosa, seamos prácticos: forzar la unidad de realidades tan diversas para construir una conjunción que duele agudamente ¿a qué conduce?

Hay en la berroqueña postura española un fondo de rencor a la libertad, pues la libertad destruyó su imperio y enfrentó a España, sin nada a cambio, con su perpetua indigencia política, social y económica, hasta entonces solapada por un imperialismo infantilmente escenificado. Consecuencia de ese rencor: existe en España una peligrosa creencia de que el pasado poder pervive consoladoramente en las relaciones de dominio que mantiene con pueblos como el gallego, el catalán o el vasco. Lo malo de esta situación es que la mayoría de la «inteligencia», del poder económico que queda o de las correctas relaciones exteriores depende de esos pueblos a los que España pretende agónicamente como pueblos españoles. Teniendo esta contradictoria realidad en cuenta, algunas fuerzas políticas han resucitado la idea del federalismo sin tener presente que el federalismo ha de operar desde las soberanías a federar y que no puede constituir otro invento de Madrid para sostener el cuarteado edificio del Estado.

En resumen, la violenta situación planteada acerca de la independencia de Catalunya y de Euskal Herria radica sobre todo en la cerrazón para reconocer la existencia de los pueblos catalán y vasco. Al no reconocer la existencia de esos pueblos, se acaba por interpretar la petición de independencia como pura sedición, pues se habla de españoles que pretenden separarse de otros españoles, lo que apareja una criminalización enrevesada de los  nacionalismos periféricos. La violencia centralista sugiere siempre violencias de respuesta, que afortunadamente han reconvertido su energía en una prometedora acción política pese a los riesgos de la demora en el proceso. Pero la Constitución española sigue siendo una declaración de guerra. Es absurdo constitucionalizar lo que no existe, como es la excesiva dimensión de la nación española.

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