Recientemente he tenido la oportunidad de conversar con una señora casi centenaria del Goierri guipuzcoano. Derivamos al tema del euskera y me comenta el cambio a mejor que ha venido observando, en general, a este respecto. En un momento determinado, y en tono confidencial, pasa a relatarme lo que le había sucedido en Zumarraga, allá en los años de la posguerra.Me cuenta que al entrar en la carnicería como de costumbre y ver la cola de quienes esperaban el turno, había preguntado como siempre: «Zein da azkena?» (¿Quién es el último?) y que una de las que esperaban en la fila, volviéndose bruscamente, le había espetado: «Hable Vd. en cristiano, señora». A pesar de haber transcurrido más de medio siglo aún acusa el impacto de aquella vivencia.
Hoy día, difícilmente habrá quien use este imperativo con la crudeza y contundencia con que se utilizaba en la época franquista, pero, desgraciadamente, somos quizás más que los que algunos pudieran imaginarse, los que hemos experimentado, en distintos momentos de nuestra vida, la misma impresión que la sufrida por la anciana del Goierri en los años cuarenta; cualquiera de las numerosas quejas recogidas por el Observatorio de los Derechos Lingüísticos en los últimos cinco años da fe de ello.
Unas veces, habrá que limitarse a sentir la impotencia ante el desconocimiento del euskera del interlocutor a quien se ha preguntado o pedido algo en esa lengua, pero en otras ocasiones el euskaldun siente la sensación de estar dislocado, fuera de lugar y sin sentido, o la de estar provocando, a pesar de estar en Euskal Herria, en su pueblo. Entre nosotros convive más de uno que negándose a hacer el esfuerzo que seguramente hace ante cualquier miembro de otra comunidad lingüística, to- davía responde seca y desabridamente: «No sé vasco», incluso sin salir de Donostia que es supuesta- mente la capital más euskaldun. Como si optar por hablar en euskera fuera un mero capricho por incordiar. No hace falta mucha imaginación para figurarse lo que pueda ocurrir en zonas menos euskaldunes de la mayor parte de Nafarroa o Ipar Euskal Herria.
Por tanto, parece razonable que antes de referirse a la supuesta «indiferencia y despreocupación» de los euskaldunes respecto de su lengua, haya que tomar previamente en consideración el perjuicio causado por las rémoras establecidas desde las actitudes desabridas de los monolingües. Sería conveniente preguntarse de antemano por el influjo ejercido por esos procederes en la inhibición, incomodidad, e incluso en el auto-odio que han llegado a sentir algunos euskaldunes.
Si bien es verdad, en términos generales, que las cosas han cambiado, no faltan todavía, más sutilmente que antaño, otras versiones del «hable Vd. en cristiano» de marras, que consiguen cansar y desanimar al vascohablante, obligándole a ser militante en caso de querer seguir adelante con su pretensión de hablar en euskera, o a desistir arrojando la toalla.
Txillardegi ha demostrado con una fórmula matemática la fidelidad que el vascohablante mantiene respecto de su lengua, concluyendo que si se tienen en cuenta las posibilidades de utilizar el euskera que brinda la situación socio-lingüística, el índice de adhesión alcanzado es francamente elevado.
Cuanto acabo de decir, ciertamente, no niega la existencia de vascohablantes despreocupados e indiferentes, inercias acumuladas durante años en am- bientes y lugares concretos, ni que disponer de una mayor expresividad desarrollada en castellano o francés para hablar de determinados temas o la presión que nos imponen diariamente los medios de comunicación de esas mismas lenguas no nos arrastren casi insensiblemente a optar por esos mismos idiomas. La opción que hace un determinado hablante por una lengua se debe a múltiples y complejos factores, así como a alternar constantemente su uso en un entorno más o menos equilibrado, como cabe constatarlo a lo largo y ancho del mundo.
Pero lo que me ha impulsado a escribir estas líneas ha sido la necesidad de denunciar las consecuencias emocionales, como las sufridas por la mujer del Goierri, y que ciertamente han influido en numerosos casos de «despreocupación», «indiferencia» o «deserción» lingüística.
Durante los últimos años hemos oído con frecuencia la mención de la supuesta «imposición» del euskera, pero muy pocas veces, por no decir nunca, la del muro que, unas veces con cortesía, y otras con muy poca, se le erige diariamente al euskera. Creo yo que quien corresponda debería tomar en consideración este detalle antes de depositar sobre las espaldas de los vascohablantes otras cargas de las que seguramente podemos ser responsables. Estimo que es de justicia. -