Hace veinte años, la tele en color de la casa de mi vecino palideció con las imágenes de Chernóbil, con los rostros descompuestos por el pánico nuclear, con las sombras radioactivas de un fantasma gigan- tesco que amenazaba con sobrevolarnos a todos. Las cifras nos asustaron entonces y parece que ahora no nos producen ni siquiera interés. Un territorio tan extenso como una cuarta parte de la península ibérica totalmente contaminado, cientos de muertos, miles de enfermos por las radiaciones...
Según un informe de Naciones Unidas publicado en el 2000, el número de gente afectada en Ucrania, Bielorrusia y Rusia es de más de 7 millones, de los cuales casi la mitad niños. Leo que aún viven casi dos millones de personas en zonas fuertemente contaminadas, que los niveles de distintos tipos de cánceres son altísimos y que el número de muertos relacionados con la catástrofe, cifrado entonces en 165.000, alcanzará, según la OMS, el medio millón dentro de cinco años, un cuarto de siglo después de que nos reventara el progreso en la cara.
El progreso. En nombre del progreso estamos enfermando nuestra tierra, envenenando nuestro aire, pudriendo nuestro agua, y nosotros con ellos. Hace ahora un año, Jacques Chirac se jactaba de haber logrado que el proyecto de energía fusión nuclear ITER se quedase en Cararache, en el sudeste del hexágono. La energía de las estrellas, dijo. Ya no habrá más centrales nucleares de esas que asustan, insinuó.
Pues habrá más. Ahora la eléctrica semi-pública EDF plantea construir una en Cherburgo, de esas que llaman de segunda generación, de las que sirven de excusa para que nos vendan las de tercera. Y pretenden que la gente se quede de brazos cruzados. Afortunadamente miles de ellos se han agitado este pasado fin de semana para denunciar la construcción de una bomba atómica civil. Porque vale que el objetivo no es que explote, pero se da la circunstancia de que también explotan.
Y si el accidente de Chernóbil ha demostrado algo es que no hay fronteras para la muerte radioactiva. Y que tampoco hay prisa, que la muerte es capaz de esperar a que la enfermedad le haga el trabajo. Si, veinte años después, el tubo catódico aún le funcionara a la tele en blanco y negro de casa, su pantalla hubiera enrojecido al pensar que vive enchufada a la energía nuclear, cuando las alternativas existen. Sólo que otros deciden por mi tele. -