«El joven de origen vasco Paco Larrañaga...» comenzaban las crónicas de la mayoría de medios de comunicación de Euskal Herria al hacerse eco de la noticia de la conmutación de la pena de muerte impuesta en Filipinas a Paco Larrañaga. Indudablemente, el hecho de que, en cualquier lugar y a cualquier ciudadano del mundo le quiten de encima la amenaza de muerte, por legal y sentenciada que ésta sea, es una buena noticia; también es totalmente normal que cada uno sienta con más intensidad las noticias que afectan a personas a las que le une algún vínculo, por débil que éste pueda ser. Por ello, es natural tanto la alegría de la familia de Larrañaga, así como su intención de luchar hasta el final por de- mostrar su inocencia y librarle así de esa condena a muerte lenta que es la perpetua. No podía ser de otra manera.
Pero en este tema de la pena de muerte y de las defensas que algunos asumen de conciudadanos sometidos a esa condena, no se percibe siempre la misma naturalidad. Para empezar, se ha hablado y trabajado en favor de dos ciudadanos con raíces vascas: Pablo Ibar y Paco Larrañaga, mientras muy escasas voces se han alzado contra la posible imposición de la pena capital a Zacarías Moussaoui, a pesar de que este ciudadano de origen marroquí nació en Donibane Lohizune.
Las familias de Pablo, Paco y Zacarías reivindican que sus familiares son inocentes de los delitos de los que se les acusa y por los que se les condena a morir. Pero al resto nos corresponde exigir la abolición de la pena de muerte en todo el mundo. En un país como Filipinas, donde la cifra de más de mil condenados en los corredores de la muerte, conocida con motivo de la conmutación de su pena, es como para poner los pelos de punta, en los EEUU, que aplican sistemáticamente la silla eléctrica o la inyección letal, y con más facilidad en los casos de minorías étnicas o religiosas...
El rechazo a la existencia de cualquier condena que tenga carácter irreversible y que no busque la vuelta a la vida del reo es incondicional o no lo es. Porque en la medida en que le dotemos de condicionantes, atenuantes o argumentos no estaremos rechazando en realidad el disparate de la muerte dentro del sistema legal. En ese caso, usurpando el papel de jueces, únicamente estaríamos decidiendo a quiénes creemos merecedores de nuestra «solidaridad». -