Jose Mari Esparza Zabalegi - Editor
La pluma y el plumero
H ace unos años en “El País” entrevistaban a un escritor vasco de renombre, en la plaza de su pueblo, Asteasu: ¿Cómo es posible que en un lugar tan apacible, pintado de bucólicos caseríos, sea un importante nido de terroristas?, vino a preguntar la entrevistadora. Y el escritor de renombre se puso a explicar el contexto, y cómo en la casa de enfrente, junto a la suya, tenían un hijo preso... Un terrorista, dice la entrevistadora. Bueno es un chicoŠ ¡Pero es un terrorista!, insiste la periodista. Sí, es un terrorista, le concede finalmente el renombrado escritor, doblando la rodilla.
A partir de entonces le leí más entrevistas en periódicos españoles y siempre me quedó la misma sensación amarga. El renombrado escritor, el mago de la palabra, se dejaba llevar con suma facilidad por cualquier periodista pichimangas que le hacía decir lo que le interesaba. Porque para llamar terrorista a tu vecino, quizás compañero de la infancia, vale cualquier chusquero de cuartel y cualquier plumilla mediocre. De un escritor de renombre, de un intelectual comprometido, y además vecino, se espera algo más que repetir el parte oficial. El es el maestro del verbo y la metáfora, el que debe mostrarnos el lado oculto de las cosas con la bella alquimia de las palabras. Y ante todo, evitar tratar a un humilde paisano como jamás trataría al Príncipe.
Cuando más tarde vi al renombrado escritor hacer campaña pública por Izquierda Unida, lo entendí mejor y lo sentí más cercano ya que, además de tenerlo como referente en el mundo mágico de la literatura, también me podía acordar de él en el mundanal de la política, cuando su partido en Navarra votaba a favor del tren de alta velocidad, se separaba de la unidad de Euskal Herria, callaba ante descaradas violaciones de derechos humanos o corría tras cargos y granjerías. La pluma es lengua del alma, aseveró Cervantes, así que, conociendo las debilidades del alma, entendía mejor el plumero.
Todo esto me ha venido a las mientes tras leer el artículo “Primavera Vasca” que el renombrado escritor ha publicado en “The New York Times” con motivo de la tregua. Conociendo el percal no me extrañaron sus juicios políticos adobados de fina prosa, pero sí me ha sorprendido su endeblez como analista y su revolcón historicista: el síndrome de Pío Moa llegó hasta nosotros.
Para él, érase una vez «un grupo de universitarios que fundó ETA», y que tras «cuarenta años de violencia política a nuestras espaldas», la historia por fin ha terminado. Y colorín colorado, le faltó decir. Antes de ETA no hubo nada, con ETA violencia, ergo ETA es la Violencia. A lo sumo algún exceso del Estado, ya sabemos. El resto del artículo, palabras de celofán para envolver mixtificaciones.
El artículo ha tenido su continuación en “El País” del pasado sábado, con lo cual, más que ante opiniones sueltas, parece que estamos ante una campaña: «Siempre hay una canción o una poesía en el origen de la violencia política, y así ha ocurrido también entre nosotros, en este País Vasco que ahora mismo, cuarenta años después de los primeros disparos, celebra la vuelta a la normalidad». La canción de la violencia a la que se refiere Atxaga no es el “Cara al Sol”, claro está, sino el “Txoria txori”; antes de Etxebarrieta (Echevarrieta escribe) aquí no había disparos, y tras el alto el fuego, Atxaga vive ya en un país «en normalidad». Atxaga sigue diciendo lo que otros quieren que diga, a costa de mofarse de su propio país.
A la vista está que hay una corriente de escritores y articulistas necesitados de recontar cuatro décadas de historia acorde con sus acomodos. ¿Cómo explicar si no, a la hora de los balances, tantos silencios ante el Príncipe y tantos anatemas al paisano rebelde? “Poeta horiek”, les cantábamos en los años setenta, ¿recuerdan? Es penoso volver a replicar a un Atxaga que antes que ETA existió el franquismo; que la Transición fue un fraude diga lo que diga su Izquierda Unida; que esto era un país ocupado antes de nacer ETA; que los conflictos no comienzan porque cuatro se junten, sino porque hay entuertos que enmendar; que la violencia política no es, ni por asomo, ajena al Estado; que el que no distingue entre violencias no es intelectual, sino estúpidoŠ ¿Habrá que empezar otra vez a contar todo esto? Sin duda, una y mil veces. Como ocurrió con lo de 1936, no podemos dejar que nos roben la memoria, ni los escribas españoles ni sus Píos Moa indígenas.
Y a los que aparentan caerse de un guindo, y a la hora de los recuentos preguntan si la lucha de cuarenta años de miles de vascos sirvió para algo, habrá que devolverles las preguntas: ¿Hubiera tenido su obra el eco que ha tenido sin la lucha de sus paisanos? ¿Habría recibido tanto reconocimiento si su postura política hubiera sido otra? ¿Les encargarían entonces artículos en “The New York Times”? Contesten, y sigamos discutiendo. -
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