Agustín Morán - Director del Centro Asesoría y Estudios Sociales
La tregua de ETA en el País Vasco de las maravillas
Tras el alto el fuego permanente y la posibilidad de
una eventual disolución de ETA, algunos comentaristas «de buena familia» auguran
una nueva época de libertad y seguridad. También desde la izquierda hay quien
opina que los movimientos sociales vascos, hasta ahora «entre la espada del
Estado y la pared de ETA», parecen tener asegurado un brillante porvenir. En
esta clave optimista coinciden con la gente de orden, ex comunistas radicales,
parlamentarios anarcosindicalistas del Partido Socialista de Euskadi y
posmodernos varios.
De estos discursos podría deducirse que la única coacción
que soporta la ciudadanía vasca es la de ETA. Acabada ETA, desaparece el
principal obstáculo para una convivencia ordenada y democrática.
Sin embargo, con ETA no desaparecerán de Euskadi la
precariedad laboral, los abusos patronales y la carestía de la vivienda. Tampoco
la libertad de movimientos del capital, que disuelve de hecho la soberanía de
las instituciones más o menos democráticas, sean españolas o vascas. No se
interrumpirá la creciente entrega a «los mercados» del derecho a un empleo
digno, a la salud, a la vivienda y a la jubilación. Con la desaparición de «la
pared» de ETA, la espada del mercado y del Estado no se desvanecerá. Incluso,
está por ver si no se radicaliza.
Izquierda y nacionalismo
Ciertos intelectuales de izquierda, algunos de ellos
ejercientes de «amenazados por ETA», se enfrentan valerosamente al
particularismo de «la identidad nacionalista». Pero olvidan, quizá sin
proponérselo, dos aspectos esenciales. Primero: en el caso de Euskadi, la
identidad nacionalista consiste en algo más que discursos étnicos o
reivindicación de derechos históricos. Dicha identidad es, sobre todo, la
expresión de un movimiento popular cuyo objetivo fundamental es la
autodeterminación frente al estado capitalista y monárquico que Franco dejó
atado y bien atado con las cadenas los artículos 2 y 8 del Título Preliminar de
la Constitución Española. Este movimiento social, político, cultural, obrero,
feminista, internacionalista, electoral, soberanista y hasta ahora armado
demuestra, con su mera existencia, la falta de libertades democráticas y de
garantías jurídicas para quienes abandonan la «madurez» de las mayorías
consumistas silenciosas y se internan en la inseguridad jurídica de una
participación social verdadera. Segundo: en una sociedad desgarrada por el
individualismo de mercado, apelar a cualquier norma universal como fundamento de
la convivencia es pura palabrería. El universalismo de estos intelectuales
cosmopolitas no existiría sin la guardia civil y la OTAN. El individualismo
competitivo, fundamento del «nacionalismo del consumo» como identidad general,
convierte a los banqueros y a sus políticos becarios en los máximos
representantes de los valores universales.
En las sociedades de economía global, el orden
democrático es sólo una tersa y brillante superficie monetarizada bajo la que se
agita un desorden social sin expresión política. La causa de este ocultamiento
reside en diversos factores interrelacionados: el silencio político de los
excluidos, la disolución de la izquierda, la simulación de los medios de
comunicación y la criminalización de cualquier movimiento popular que se rebele
de hecho y no sólo de palabra.
La competitividad individualista, implantada en lo más
íntimo de las relaciones sociales y del imaginario de las personas, es una forma
de violencia caracterizada por la irracionalidad y el autismo de los
contendientes. La ausencia de cualquier objetivo que no sea el beneficio
inmediato y la indiferencia ante su propia destrucción, reciben el nombre de
«madurez democrática».
Estos valores identitarios propician la desintegración
social y una guerra civil molecular de todos contra todos en la que la única
universalidad consiste en la forma mercancía y en el estado que vela por su
continuidad. La propuesta compartida por la derecha y la izquierda de
que la economía es mejor para la sociedad que la política, pone la
competitividad en el puesto de mando. A partir de aquí la legitimación de
cualquier identidad depende de su poder y no de su racionalidad.
Izquierda y democracia Siendo la crisis de legitimidad
más grave que nunca, la unidad de la izquierda y la derecha mantiene el
simulacro de una democracia pacífica. La complicidad de la izquierda explica
que, en un océano de precariedad, ilegalidad y coacción, no esté en crisis la
democra- cia de mercado, sino la posibilidad de un movimiento popular
verdaderamente transformador.
El fascismo es la respuesta del capitalismo ante la
emergencia democrática de las clases populares. El origen de nuestra monarquía
parlamentaria es, precisamente, un régimen fascista alzado en armas contra la 2ª
República y responsable de aniquilar una generación de obreros, mujeres,
campesinos e intelectuales que intentaron construir una democracia verdadera.
La economía global no necesita al fascismo porque, al no
existir una izquierda real, consigue sus objetivos desde una democracia formal,
otorgada, contemplativa y si es necesario fácilmente reversible. Sin
embargo, la memoria histórica de la derecha española, fundida con la victoria
militar y la represión contra las clases populares, se agita ante cualquier
cambio de la Constitución que, desde hace 28 años, mantiene el franquismo con
respiración asistida.
Esto explica que, por más que demuestre su lealtad a la
monarquía constitucional, la izquierda no consigue aplacar la querencia golpista
de la derecha española. Ante tímidos cambios democráticos que no ponen en tela
de juicio ni un átomo de capitalismo, las instituciones del régimen monárquico
recuerdan la «obediencia debida» a una constitución inalterable, so pena de
males mayores.
Para la izquierda capitalista, como para la derecha, lo
natural y lo racional es que la economía sea el principio ordenador de las
relaciones sociales. La racionalidad de las democracias de mercado se basa en la
calculabilidad de la fuerza de trabajo. Si los y las trabajadoras y las mujeres
que cuidan, aceptaran comportarse como mercancías, se cumplirían las leyes del
mercado. Por el contrario, si los trabajadores, las mujeres y los consumidores
no aceptaran que sus necesidades se expresen sólo a través de los precios en el
mercado y exigieran cambios políticos para satisfacer dichas necesidades, la
economía ya no sería calculable. En este caso, entraríamos en una etapa de gran
inestabilidad porque en las democracias de mercado el orden y la estabilidad
política dependen de la estabilidad monetaria y del crecimiento económico que
son, a su vez, condiciones de la tasa de ganancia del capital.
Desde la transición política española, la identidad de la
izquierda es la permanente adaptación y apaciguamiento ante esta amenaza. Al
considerar el or- den parlamentario de mercado como un orden natural y
democrático, cuyas consecuencias negativas inevitables, la izquierda se
autodisuelve como algo cualitativamente distinto de la derecha.
Democracia de mercado y
violencia
Después de la 2ª Guerra Mundial, la primera experiencia
«democrática» neoliberal se produjo en Chile. Una vez eliminada cualquier
resistencia con el golpe de Estado de Pinochet, patrocinado por EEUU, a partir
de 1973 se pudieron fijar los salarios unilateralmente, privatizar y desmantelar
las empresas públicas y las pensiones. Tal como demuestra la experiencia de
Chile y la de España, tras la victoria de Franco en 1939, cuando se
destruyen los movimientos sociales, las personas reducidas a indi- viduos
aislados, individualistas y sumisos, reciben el nombre de «ciudadanía madura».
Es entonces cuando la economía de mercado, identificada con la democracia, se
vuelve calculable y la política «científica» se despliega en un «país de las
maravillas». Pero lo que se presenta como evolución pacífica y democrática de la
sociedad sólo se explica por la violencia fundacional de la derrota popular, por
la violencia material y simbólica cotidiana y por la represión de los
sectores discrepantes.
En el Estado español hoy el conflicto parece no
existir porque la precariedad y la exclusión se viven de manera indivualizada y
carecen de expresión política. La violencia se sublima a través del dinero y de
la forma precio en el mercado. La sociedad «democrática» es cada vez más
violenta y conflictiva. Pero la naturaleza política de este conflicto se oculta
tras una forma social, económica, penal, cultural o sicológica. La convivencia,
basada en la desigualdad, la precariedad, el riesgo y el aumento de la
diferencia, es violencia social en estado puro. La expresión no política de
dicha violencia permite adjudicar el problema a la naturaleza de los individuos
o a minorías refractarias antidemocráticas.
Algunos teóricos de la izquierda «progre» elaboran a
veces diagnósticos aceptables sobre los problemas, pero no toleran que dichos
diagnósticos se expresen de forma autónoma desde la autodeterminación popular,
es decir, desde fuera y en contra de los conglomerados socialdemócratas para los
que dichos intelectuales trabajan. Tras la destrucción del Movimiento contra la
Europa del Capital, la Globalización y la Guerra por parte de la izquierda
capitalista, los movimientos sociales, controlados uno a uno, tienen como
referente político a un «movimiento alterglobalización» cuajado de profesores y
burócratas meritorios del PSOE, además de algún que otro polizonte infiltrado.
La identidad de esta élite «altermundialista» se expresa, tanto en el turismo de
jornadas y foros globales, como en la producción de una lucha de frases plural y
democrática tan separada de las luchas espontáneas y descentradas que expresan,
cada día, los daños del capitalismo global como enfrentada a los movimientos
populares que plantan cara al imperialismo y sus instituciones.
El mensaje de estos intelectuales demócratas considera
inevitables el hambre, el desarraigo y las guerras que se derivan de la
globalización económica. Al mostrar la democracia de mercado como resultado de
una evolución pacífica y natural de la sociedad, hacen apología de la violencia
del mercado y del Estado.
La oportunidad de la
izquierda democrática vasca
No podemos afirmar que el poder constituyente del
movimiento popular vasco por el derecho de autodeterminación haya mejorado la
vida de las y los trabajadores y las mujeres vascas. Tampoco que hayan
interrumpido el industrialismo productivista, consumista y depredador de la
economía vasca. Pero sí podemos asegurar que la izquierda cómplice, política y
sindical, además de apoyar y consentir la precarización, la privatización, la
deslocalización y la contaminación, junto a la derecha, una vez desactivado el
movimiento obrero y controlados los movimientos sociales en el Estado español,
se ha en-frentado al movimiento popular vasco con todas sus fuerzas.
Ya hemos visto lo que han hecho en España, tanto la
izquierda como sus intelectuales «universalistas» y «antiterroristas», frente a
«la espada del estado y del mercado», sin estar comprimidos por «la pared de
ETA». Vamos a ver ahora lo que hacen sus representantes y aliados, a favor de
los movimientos sociales en un País Vasco «libre de la violencia de
ETA».-
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