Pequeños y grandes formatos
Dos posibilidades bien distintas de concebir el jazz se alternaron la noche del miércoles en Mendizorrotza. En primer lugar, el jazz de cámara de un trío encabezado por el caballero Ron Carter, el bajista más prolífico y uno de los más influyentes de la historia del jazz, con Mulgrew Miller, pianista de concepción orquestal, dominador de todos los estilos, desde el blues hasta el jazz modal, y Russell Mallone, uno de los mejores guitarristas jóvenes del momento, como escuderos de lujo Este diálogo a tres voces destapó el tarro de sus esencias interpretando algunos temas de “The golden striker”, su flamante album, o recreando standards como “Les feuilles mortes” (no tanto así “My funny valentine”, de la que hicieron una versión algo descafeinada). Carter, con un sonido catedralicio todavía intacto, hizo continua exhibición de su digitación incomparable. Al mismo tiempo, revivió la mejor tradición del bajo moderno como instrumento solista a la par que de acompañamiento, en la línea Blanton-La Faro, y recordó, en algún momento, su técnica del péndulo, reteniendo la nota en equilibrio para expresar la transición a la frase siguiente. Y sin embargo, a pesar de la admiración hacia instrumentistas de este calibre, los que nos propusieron fueron sonidos un tanto añejos inscritos en un repertorio demasiado amable, clara estrategia comercial de la Blue Note. A continuación fue una agrupación de quince músicos la que copó la tarima de Mendizorrotza. La Lincoln Center Jazz Orchestra es una de las big bands que mejor dignifican y revitalizan el sonido clásico de las grandes bandas de swing. Entre sus filas hay intérpretes de verdadero lujo, que ya tienen discos publicados a su nombre (los saxos Joe Temperley y Ted Nash, los trompetas Ryan Kisor o Marcus Primtup, por citar solo a algunos); por eso, no es de extrañar que en conjunto suenen tan brillantes. Su director, Winton Marsalis, aportó una docena de temas para el esperado estreno de la suite Vitoria. Tempos cercanos a la balada (como en la hermosa melodía que dedicó a Euskadi), aires pretendidamente próximos al flamenco (“Bulerías” o “Soleá”, con los miembros de la banda haciendo palmas acompañando al solista de turno) y armonízaciones decididamente swing, completaron un repertorio variado, pintoresco, divertido, en el que el líder, bastante comedido, solo se lució en momentos puntuales (temas como “Grio?” y el que cerró el concierto, todavía sin nombre), suficientes, aun así, para aquilatar su enorme calidad. Lo dicho: arreglos exquisitos, hermoso sonido, puro swing. -
Javier ASPIAZU
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