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Gara > Idatzia > Mundua 2006-07-14
Béatrice KHADIGE-Michaël BLUM
Buscando un refugio
Dos corresponsales de France Presse trasladan sendos reflejos humanos de lo que está aconteciendo a los dos lados de la frontera libano-israelí durante las últimas horas. Al norte de esa línea, con menos recursos económicos y militares que sus «vecinos», y al sur, donde están menos habituados a ser ellos los «amenazados», se percibe el temor que se extiende entre la población.

Con el equipaje en una mano y los niños en brazos, centenares de personas huían a pie ayer de los bombardeos y los disparos aéreos, navales y de artillería israelíes a través de lo que quedaba del puente de Damour, a unos veinte kilómetros al sur de la capital libanesa. «Vamos a Beirut, y de allí no sé a dónde iremos. Tenemos miedo», clama a primera hora de la mañana una madre que ha partido de Saida, la capital del sur, con sus dos hijos de corta edad y un hatillo, cubierto bajo su manto y su hijab (foulard) tradicionales. No quiere identificarse. El miedo, lo excepcional de la situación...

La espectacular captura de dos soldados israelíes por Hizbula en el sur de Líbano ha sido seguida de múltiples bombardeos israelíes, en particular contra las infraestructuras, como ha ocurrido con el puente de Damour en la autopista costera finalizada apenas hace un decenio y que une Beirut con el sur del país.

En este lugar, un inmenso cráter de cinco metros de profundidad ha surgido en el punto donde impactó una bomba israelí lanzada durante la noche. Una excavadora, decenas de hombres, entre ellos los de las Fuerzas de Seguridad Interior (FSI, gendarmería), se afanan sobre el asfalto para despejar al máximo un tramo de la autopista en una de sus dos vías. Un camión inclinado sobre el borde del cráter está a punto de caer. Pero a base de tozudez, de gritos y consejos, el chófer logra librarse en medio de una humareda provocada por el motor forzado.

Automóviles y minibuses van y vienen para transportar a los refugiados. «Voy a casa de mi madre en Beirut», explica otra joven flanqueada por sus dos hijos y su equipaje mientras busca un vehículo que les lleve hasta los suburbios del sur de la capital.

La mayoría de estos refugiados son trabajadores sirios que cobran 15 dólares por jornada. Khaled Ahmad Rayes es uno de ellos. Hasta ahora estaba empleado en la región de Bourj Chemali, al este de Tiro, la última gran ciudad costera del sur. Está rodeado por su esposa, sus cinco hijos, sus primos y los hijos de éstos. Parten hacia Trípoli, la capital del norte del país, a un centenar de kilómetros de allí, donde tienen familia. «Desde ayer (miércoles) han estado bombardeando todo lo que teníamos alrededor. No podemos aguantar más».

Más al sur de Damour, el puente Awali, que conduce hacia Saida, también ha sido destruido, obligando a la gente a tomar rutas secundarias a través de las montañas.

No obstante, por el momento no se trata de un éxodo masivo de población, ni se percibe un pánico generalizado. «La gente es más pobre que antes, y no tiene medios para ir a refugiarse a otros lugares», explica a France Presse Ahmad Mroué, director del hospital de Jabal Amel en Tiro. Precisamente, este hospital acogía ayer los cuerpos de doce personas, de ellas cinco niños, pertenecientes a la misma familia y muertos durante una incursión de la aviación israelí, que lanzó un proyectil que impactó de pleno sobre su ya desvencijada casa.

Al otro lado de la frontera

A diez kilómetros de la frontera con Líbano, en las desiertas calles de Naharia, resuena una explosión. Poco después, una segunda. A continuación, media docena de cohetes caen sobre la ciudad. «Estoy en estado de shock. Quiero salir de aquí. Estoy aterrorizada», comenta Raquel, con la garganta seca y las manos temblorosas. Unas horas antes, un vecino ha encontrado la muerte por la caída de uno de los proyectiles lanzados por Hizbula, que el miércoles capturó a dos soldados israelíes.

Desde hace dos días, la población de Naharia ­fundada en 1934 por colonos judíos alemanes en la costa mediterránea y hoy ciudad turística de unos 50.000 habitantes­ vive sumergida en los refugios subterráneos al ritmo de las explosiones de los proyectiles de la milicia libanesa y de la artillería israelí. En el barrio Trumpeldor, las ambulancias atraviesan las calles a toda velocidad haciendo ulular sus sirenas. Los vehículos policiales advierten por megafonía: «Hay muchos disparos. ¡Entren en los refugios!».

En uno de esos bunkers ­dos grandes salas con muros grises­, residentes de un inmueble próximo esperan el fin de la alerta recostados en literas de hierro. Dana Gozlan, una joven de 17 años, toma en brazos a su hermana Yfat, que rompe a llorar tras una nueva explosión. «Queremos salir de la ciudad pero es demasiado peligroso», se lamenta Dana. Su madre le interrumpe: «si se parte en vehículo, se corre el riesgo de ser alcanzado por un cohete».

En el centro de la ciudad, la mayoría de los comercios han echado las persianas;en mitad de una calle es visible el impacto de un cohete; a su alrededor, los cristales de los escaparates que han estallado. «Me ha despertado la explosión. He notado un olor a quemado cuando he bajado, y he viso los heridos», relata Rachel Hadjaj, de 41 años, que vive encima del restaurante “El viejo y el mar”. El propietario resultó gravemente herido, según afirma. Señalando a los vecinos que cargan el equipaje en sus automóviles, comenta: «Mirad, la gente abandona la ciudad».

Más lejos, Tal Elkabetz, de 17 años, mira abatida su oficina, una agencia inmobiliaria que ha sufrido grandes daños. «Voy a entrar. Tiemblo de miedo, porque es la primera vez que me toca algo así», confiesa.

Cada vez que resuena una explosión, los curiosos salen de sus casas para ver dónde ha caído el cohete. «¡Aléjense! No hay nada que ver; es peligroso; regresen a los refugios», gritan incesantemente los agentes.

Según un balance matinal de la Policía, ayer una persona resultó muerta y ocho heridas. Por el lado libanés murieron 27 personas, diez de ellas niños, en los ataques aéreos israelíes.

Mientras, Pnina Sreytak, de 49 años, ha abierto su café. Pero las mesas y las sillas permanecen desesperadamente vacías. «Yo he abierto y Hizbula no nos impedirá hacer la vida normal». Sobre el mostrador, Yaïr Baumen, de 33 años, mira una nube de humo que se eleva a lo lejos en el cielo. Otro incendio provocado por un Katiusha. «Desde hace seis años y la retirada del sur de Líbano (en mayo de 2000), no habíamos vivido tal nivel de violencia», asegura el hombre, que vive en un kibutz a las puertas de la ciudad. «Líbano es responsable, no sólo Hizbula ­añade­. No tengo ninguna duda, la situación se dirige hacia una nueva guerra». -


 
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