Helen Groome - Geógrafa
Encajando golpes
La anciana se sentó cansinamente en la silla que había sacado a la calle para descansar en la estrecha franja de sombra que ofrecía la pared de su casa. Apoyó la cabeza en las manos y tras un suspiro la meneó, segura de que no iba a poder encajar otro golpe. Había procurado llevar los demás con dignidad, había tragado tanta injusticia pensando únicamente en la supervivencia de sus hijos e hijas, había logrado sacar delante la familia tras cada desastre, pero ahora, ya no se creía con fuerzas para superar una nueva sacudida. Había perdido tres hijos y una hija. No quería ver morir a ninguno de sus nietos. Quería dormir y no despertar para que no siguiera la pesadilla que le perseguía. Recordó la casa y el terreno de huerta que su padre tenía, pertenecientes ambos a su familia durante generaciones. Recordó cómo fue expulsada de esa casa, ya que otras personas afirmaron que aquella tierra era la suya, que su dios se la había prometido. Recordó la acogida en un campamento, su desorientación, su confusión, cómo poco a poco levantaron otra vida en otra parteŠ para luego recibir bombas, muerte y prohibiciones hasta mudar otra vez a otro pueblo en búsqueda de medios para vivir. Recordó cómo hicieron pedazos sus esperanzas cuando la parcela que con tanto esfuerzo y amor había comprado, limpiado y cultivado fue fumigada con napalm para hacerla inservible. Recordó la muerte de cada hijo y cómo logró buscar medios para sus familias. Recordó la mudanza final hacía Beirut, ciudad mítica, ciudad celebrada, ciudad venerada en aquellas canciones que, aún con sus años, podían hacer danzar a su corazón. Y ahora ni en Beirut su familia tenía paz, sino que venía sobre ella una nueva amenaza de muerte, dolor y desahucio. Ya no podía más. Ya no había a dónde ir. Ya no tenía fuerzas ni para contemplar viajar. Ya no le quedaban ilusión, ganas y resistencia. Lo había gastado todo. Se sentía odiada por personas de una manera que no podía entender. Personas cuyas propias familias, lo sabía, habían sufrido durante siglos la persecución, la discriminación y la muerte, personas que tendrían que entender el dolor, pero personas que ahora se dedicaban a infligir el mismo tratamiento a su gente. Volvió a menear la cabeza. ¿Cuántas lágrimas había derramado por la insensatez y crueldad que le azotaba? La anciana no lloraba por Palestina, sino por el sufrimiento humano que veía en lo que había sido Palestina. -
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