Raimundo Fitero
Una muerte
En tendido prono, sentado, de refilón o encarando el electrodoméstico esencial con el mando en bandolera, recibimos decenas, centenas o millares de muertes diarias. De verdad, de mentira, de medio-verdad, violentas, naturales, accidentales, por amor, por odio, por paz o por guerra. La muerte es una visita obligada de noticiarios, ficciones, dramáticos o documentales. Por tierra, mar y aire. Con imágenes de las víctimas, con narraciones de los allegados, con dictámenes forenses. Sobre la muerte cabalga un porcentaje elevado del minutaje programático audiovisual y televisivo. Yo diría que hasta la gastronomía se basa en la muerte. Un filete es un fragmento de un cadáver. Una hamburguesa es una representación de un cadáver en estado de putrefacción. En los documentales de animales, la muerte forma parte del mismo discurso. La evolución, la supervivencia. La inmigración no se mide ahora mismo por parámetros sociales, políticos y económicos, sino desde las necrológicas que van a ir dando paso a la xenofobia latente que se está incubando en tantos comentarios de los ultras.
Las series que nos gustan parten siempre de un fiambre al que los inspectores le dan una vuelta para descubrir las pistas del malo. O es un enfermo que entra a un hospital para luchar contra la muerte inminente. Las noticias de internacional son crónicas de guerra, destrucción y muerte. Los programas de eso que se llama «gente» son una sucesión de crímenes pasionales, desapariciones y atropellos dolosos con resultado de muerte. Conducir es un juego de ruleta rusa con airbag. Ser peatón, un riesgo.
Dentro de este complejo mundo de la muerte, una muerte me produjo conmiseración. Se trataba de un hombre con obesidad mórbida, que murió comiendo en el sofá de su casa, que tardaron cuatro días en descubrirlo los vecinos y que dado su volumen no cabía en ninguna caja y debió ser bajado envuelto en una lona arrastrado por cuatro bomberos. Vimos las imágenes ya en el portal, cómo cuatro fornidos funcionarios no podían con ese bulto de muerte. Solo, comiendo hasta reventar. Un ciudadano anónimo de cincuenta años convertido en una sórdida metáfora de la soledad y la muerte. Y con la tele puesta. -
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