Mikel Arizaleta - Traductor
Amén
La imagen la hemos visto ya antes en muchas partes, en libros de historia, en charlas de bares y en medios de comunicación: un hombre de pensamiento «antidiluviano» condenando la teoría de la evolución. Recientemente lo hizo Benedicto XVI vestido de medieval. Cuando vestía de hombre gris, en la década de los setenta, desgranaba con ojos de halcón y voz apagada y monótona sus pensamientos dogmáticos católico-romanos en la Universidad de Ratisbona. De eso han pasado treinta largos años, entonces tenía cuarenta y pico y hablaba sin apuntes y libros, desde la reflexión y la memoria, que era inmensa. Hoy ronda los ochenta, y su lección consistió en leer dieciséis folios. Y le ocurrió lo que a tantos que representan un papel, lo que le ocurre a Josu Jon Imaz cuando condena la pequeña violencia (de los demás) y calla la suya, la de los quebrantahuesos rojos, los cipayos, la de sus alcaldes e intereses, la de su partido, que es inmensa y que con sus fechorías y mentiras podrían erigirse enormes monumentos de inhumanidad. El pétreo Ratzinger vio la paja en ojo ajeno y no la viga en propio, porque sigue creyendo en la infalibilidad, se siente iluminado por el Espíritu Santo, se cree representante de Dios en la tierra, algo que es blasfemia para un musulmán y para cualquier místico o persona decente. Porque en el fondo, antes para el teólogo Ratzinger y ahora para el papa Benedicto XVI, sólo la Iglesia católica encierra la verdad. Las otras religiones y confesiones son tan sólo reflejos, lejanos y opacos, de su dios, y no cabe un diálogo de encuentro. Es su pensamiento.Porque en su clase magistral en el aula magna de la Universidad de Ratisbona muy bien pudo leer Benedicto XVI alguna de las quince bulas de cruzada y de guerra santa emitidas por los papas en las primeras décadas del siglo XV, por ejemplo aquella bula papal de cruzada a favor del emperador Manuel II contra los turcos y moros, o algún párrafo de la bula de cruzada que en 1443 se concede a toda la cristiandad en contra de los turcos. El papa Eugenio IV pretendía crear un ejército que expulsara a los agresores de Europa. Y el mismo papa Eugenio IV prohíbe en una disposición del 8 de agosto de 1442 a judíos y sarracenos (de Castilla y León) percibir intereses de cristianos. Impide toda vida en común con judíos y moros. En las ciudades tienen que vivir en un barrio especial, no pueden ni comer ni beber con cristianos ni, tampoco, bañarse ni participar en sus bodas y entierros, no pueden aceptar padrinazgo alguno de ellos y, claro, tampoco al contrario. Los judíos y moros no pueden ejercer de agentes de cambio ni de banqueros, ni deben ser médicos o farmacéuticos de cristianos. Se les prohíbe visitar a cristianos enfermos, darles medicinas y venderles determinados productos. No pueden tener servidores cristianos, no pueden ser administradores del rey ni de ningún señor cristiano y no pueden portar armas. Y, si no quería retrotraerse tan atrás en el tiempo, pudo hablarles de la historia de la Iglesia católica en la Segunda Guerra Mundial, de la postura del Papa Pío XII y los obispos alemanes ante Hitler, de la bendición de la Iglesia católica a la rebelión militar del 36 y su calificación de guerra santa, de su participación en la matanza roja... Y, ya que se encontraba en su Baviera del alma, bien pudo citar aquellas palabras del cardenal Faulhaber de Munich, partidario fervoroso de Hitler, a quien envió una carta manuscrita en la que decía entre otras cosas: «Nos sale sinceramente del alma: ¡Que Dios conserve a nuestro canciller del Reich al frente de nuestro pueblo!». En septiembre de 1990 el papa Wojtyla viajó a África para consagrar y aceptar como regalo un edificio ostentoso, la basílica de «Nuestra Señora de la Paz» junto a un parque (tres veces el Vaticano), lugar de nacimiento del dictador de Costa de Marfil Felix Houphouet-Boigny. El dictador erigió un palacio con veinte habitaciones de lujo, la «residencia papal africana», para acoger al papa. Las gentes en esta dictadura, a orillas de Sahel, es muy pobre, nueve de cada diez familias carecen de luz y, sin embargo, 1.900 focos de 1.100 vatios iluminan la catedral africana de Pedro. Todavía en enero del mismo año 1990 el papa advertía a modo de conjuro: «El mundo tiene que saber que África se hunde en la pobreza». «Quien es insensible ante esta necesidad y se muestra insolidario con ella es culpable de esta depauperación fratricida», añadía. ¿Puede ser todavía mayor la hipocresía inmisericorde, la discrepancia entre palabra y práctica de un pastor de la Iglesia? Pero el papa encontró también una disculpa «comprensible», que dio a conocer en otra ocasión: «Quienes se sorprenden que construyamos iglesias en lugar de emplear estos medios para la mejora material de la vida, es que ha perdido el sentido para las realidades espirituales; no comprende la palabra de Cristo: ‘El hombre no vive sólo de pan’ (Mt. 4, 4)». El comentario entusiástico de estas palabras del supremo vigilante de la fe en el Vaticano, por aquel entonces cardenal Ratzinger, suena a mofa y muestra la racionalidad de su pensamiento: «La palabra del papa encierra una gran antropología... Lo curioso es que entre los pobres... el hambre de Dios es muy grande. Ellos en modo alguno comparten la opinión de muchos europeos de que primero hay que solucionar lo terrenal para luego hablar de la cosas divinas». Este papa que condena la sinrazón en otros fue presidente de la Congregación de la Doctrina de la Fe la otrora Congregación de la Romana y Universal Inquisición, fundada por Pablo III en 1542 mediante la Constitución Licet ab initio para defender a la Iglesia de las herejías y, como nos recuerda José Tamayo, condenó a varios teólogos ilustres que estaban elaborando una teología del pluralismo ideológico con otras religiones: «los métodos empleados por Ratzinger para defender a la Iglesia de las nuevas teorías pueden muy bien aparecer entre las formas de violaciones de los derechos humanos, que aplican los regímenes totalitarios a sus ciudadanos». El, que con su Iglesia católica se cree poseedor de la verdad absoluta,una Iglesia que va dejando un reguero de cadáveres a lo largo de la historia; él, que se cree infalible y divino en asuntos de fe, de una Iglesia que ha sido y es traba inveterada en el desarrollo de la ciencia y sigue siendo tapón en la conquista de los derechos humanos, en vez de pedir perdón humildemente en un aula universitaria muestra, una vez más, su dedo inquisitorial vestido de Edad Media para proclamar que él y su Iglesia poseen la verdad, que fuera de su Iglesia no hay salvación. Y los sumisos responden amén. -
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