El día amaneció bajo un buen aguacero. El bochorno y la humedad así lo llevaban anunciando desde la víspera. El cielo de color gris oscuro, de nubes cerradas, y la bruma que rodeaba la bahía auguraban una jornada tormentosa y en las calles podían verse cubos, jarras, herradas e, incluso, palanganas para recoger el agua de lluvia.
Joaquín salió temprano al encuentro de Juanito Galerdi. No había logrado convencer a su madre y a su hermana para que abandonaran San Sebastián. Doña Xabiera no estaba dispuesta a dejar a su marido y Eulale, por su parte, no tenía intención de separarse de su madre. Él mismo en persona había ascendido una vez más la empinada cuesta hasta el castillo y pagado el precio por un salvoconducto firmado por el general Rey: su “Breguet”, un precioso reloj suizo de oro y esmaltes, regalo de sus padres por su mayoría de edad, cadena incluida. La joya era su única propiedad de valor, pero no le importó desprenderse de ella con tal de sacar de la ciudad a las dos personas que más quería. Insistió, rogó, amenazó, pero fue inútil.
Esto acabará dentro de poco, ya lo verás, querido afirmó su madre con la dulzura que le era característica. Los aliados no tardarán en entrar victoriosos. No te preocupes tanto.
Sí se preocupaba y le resultaba inconcebible que su familia no se percatara de la difícil situación en que se encontraban; ni siquiera después de que los ingleses se hubiesen apoderado del islote de Santa Clara y hubiesen disparado desde todos sus frentes durante horas contra las murallas causando graves perjuicios a las defensas francesas. Había ocurrido diez días después de la festividad de San Roque y tomó la decisión de unirse al grupo de su amigo y participar en lo que estuviera tramando. No eran más que cuatro, contando a Galerdi, y, en realidad, no tramaban nada porque nada podían hacer. El tiempo y la fuerza se les iban por la boca, pero cada día recorrían la ciudad buscando un resquicio para evacuar a sus vecinos, un fallo en la férrea vigilancia francesa, un punto débilŠ algo, de manera que no había calle, calleja, rincón o recoveco que no conociesen. Se sentía impotente, pero así estaba ocupado y tenía una disculpa para salir de casa.
Después de la destrucción del almacén de la calle de San Juan, su padre había decidido cerrar los otros dos y permanecía sentando en el salón fumando puro tras puro, mientras las mujeres pasaban la mayor parte del día en San Vicente rezando en compañía de otras vecinas. Era un ambiente asfixiante y, en algún momento, pensó en subir de nuevo al castillo y pedir que pusieran su nombre en uno de los salvoconductos, pero no lo hizo porque sería una cobardía por su parte abandonar a la familia.
Todavía estaba conmocionado por su malhadado encuentro de la víspera con el capitán francés. No quería pensar en el asunto, pero no dejaba de hacerlo. Era la primera vez en su vida que se veía mezclado en una muerte. Se decía que la culpa había sido del gabacho, que si Buruandi no hubiese intervenido, ahora sería él el muerto, pero dicho pensamiento no aliviaba su carga. Preguntó a su amigo si aquélla era la primera vez que mataba a alguien, pero el «no» lacónico que obtuvo por respuesta lo dejó aún más preocupado. Si un hombre afable y educado como Galerdi era capaz de acabar con la vida de un ser humano sin aparente remordimiento de conciencia, ¿de qué no serían capaces algunos? Antes de ir a reunirse con él, dio un rodeo con intención de interesarse por Maritxu, ahora que sabía dónde vivía, pero encontró abierta la puerta del obrador y asomó la cabeza por ella. La dueña barría el suelo y no se percató de su presencia hasta un rato después.
¿Cómo está usted esta mañana? le preguntó cuando por fin ella reparó en él y detuvo la tarea.
Bien, gracias. ¿Los oye usted? Hoy han madrugado; llevan disparando desde hace una hora.
Escucharon en silencio el sonido de los morteros que se escuchaba sin descanso desde hacía días y al que, curiosamente, los vecinos de alguna manera habían acabado por acostumbrarse.
Tengo un poco de achicoria dijo ella de pronto. ¿Puedo invitarle a una taza?
Se lo agradecería, sí.
Joaquín atravesó el obrador e, instintivamente, posó su mirada en el lugar donde había caído el francés. Las losetas estaban limpias y relucientes. No quedaban manchas de sangre, si es que las había habido, y se dio cuenta de que no había pensado en ello, en la sangre derramada, hasta aquel instante. Sentado a una mesa con la taza de achicoria aguada entre las manos, observó a la dueña abrir la puerta que daba a la calle Mayor y hablar sobre la lluvia y el mal tiempo con una vecina de la casa de enfrente. Le resultaba extraño verla comportarse con total naturalidad, como si nada hubiese ocurrido. Luego cayó en la cuenta de que ella nunca abría el local antes del mediodía y acababan de dar las nueve de la mañana. Apuró el contenido de la taza y se levantó.
Gracias por la achicoria, señora.
De nada. Me habría gustado ofrecerle café de verdad y unos bollos, pero el panadero cerró hace dos semanas por falta de harina.
No importa. Ya vendrán tiempos mejoresŠ Una cuestión le rondaba por la cabeza desde la víspera ¿Puedo preguntarle por qué tenía usted ayer un cuchillo en la mano?
No, no puede.
El tono de su voz se había tornado áspero y su mirada ya no era amable. -
TOTI MARTINEZ DE
LEZEA