Carlo Frabetti - Escritor y matemático
Estado de excepciones
Si prospera la propuesta de la Fiscalía de Medio Ambiente, matar animales domésticos sin causa justificada podría acarrear penas de cárcel, y el mero hecho de asistir a espectáculos sangrientos con animales (como las peleas de perros o de gallos) será castigado por la ley. Maltratar a los animales está tipificado como delito desde 2004, y la mencionada propuesta de reforma del Código Penal endurecería las sanciones correspondientes, que podrían ser de hasta un año de prisión. Pero sólo en algunos casos. Si la tortura de animales forma parte de una tradición o de una fiesta po- pular, como las corridas de toros, los despeñamientos de cabras y otras atrocidades carpetovetónicas, entonces seguirá siendo legal; al igual que en otros terrenos, sólo se perseguirá a los advenedizos y a los infractores ocasionales: el crimen organizado y la violencia institucional seguirán quedando impunes. Sobre todo si hay sangre azul de por medio (y no me refiero, obviamente, a la sangre derramada). Abatir por diversión un ejemplar de una especie protegida es un delito ecológico que repugna a la mayoría de la gente, y no sólo a quienes defendemos los derechos de los animales; pero si quien comete tan execrable delito es un rey impuesto por un dictador, parece que lo políticamente correcto es mirar hacia otro lado. Razón de más, pues, para decirlo sin ambages: matar o ver matar por diversión es una prueba inequívoca de idiotez moral, cuando no de idiotez a secas (y si lo que se mata es un oso que no tiene la menor posibilidad de defenderse, ni tan siquiera de huir, hay que hablar además de vileza y de atropello). La caza, en nuestros días, sólo es comprensible como prolongación de una relación dura y difícil con la naturaleza. Mientras vivamos en una sociedad que acepta el carnivorismo, no se le podrá reprochar a un campesino que cace conejos o perdices para aumentar su cuota proteínica; pero el cazador «deportivo», el depre- dador urbano que asalta los campos y los bosques con su costoso equipamiento cinegético, es un ser despreciable, el sangriento emblema de una sociedad brutal. Y lo mismo cabe decir de los taurófilos (o sea, los taurófobos, pues difícilmente se puede llamar «amantes de los toros» a quienes disfrutan viendo cómo los torturan). Y si torturar a los animales es un delito que deja de serlo cuando la tortura es institucional, ¿por qué iba a ser distinto en el caso de las personas? Sólo el año pasado hubo más de setecientas denuncias contra miembros de los distintos cuerpos de seguridad del Estado por malos tratos y torturas; y de los pocos poquísimos funcionarios juzgados y condenados, ninguno ha cumplido su condena. Y mientras los voceros de la Asociación de Víctimas del Terrorismo aparecen todos los días en los medios clamando venganza y obstaculizando el proceso de paz iniciado con el alto el fuego de ETA, nadie parece acordarse de que Galindo, el más repugnante criminal convicto de los últimos tiempos, que secuestró, torturó, asesinó y enterró en cal viva a Lasa y Zabala, está en su casa tras una breve farsa penitenciaria. Por no hablar de los máximos responsables de la infamia de los GAL, con Felipe González a la cabeza. Un Estado de Derecho es, por definición, aquél en el que las leyes son iguales para todos, tanto en la obligatoriedad de su cumplimiento como en las sanciones para quienes las infringen. Un Estado en el que las leyes tienen tantas excepciones como al poder le convenga es una forma solapa- da de dictadura: una dictadura por omisión, hecha de silencios y lagunas más que de órdenes y edictos, pero igualmente injusta y represiva. Una dictadura que en vez de gritar susurra al oído de los sicarios. Una dictadura basada en un nuevo tipo de fascismo que, como su metáfora la bomba, se ha vuelto «inteligente», en el sentido de que se centra de forma «quirúrgica» en la persecución de los individuos y colectivos realmente peligrosos para el sistema (es decir, en la represión de la auténtica izquierda), con la complicidad de millones de «demócratas» que, por necedad o cobardía, han renunciado a su derecho a la información y a su deber de pensar. Una dictadura que tiene en un mataosos impune e impunible su adecuado representante, su perfecta metonimia. Tanto los científicos como los juristas lo saben desde siempre, pero al parecer los «demócratas» aún no se han enterado: la excepción confirma la regla, pero invalida la ley. -
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