José Ramón Pérez Perea - Licenciado en Derecho
La tortura y la jerarquía eclesiástica vasca
La tortura, ese ejercicio degradante y cima de la perversidad humana, es tema cuya denuncia aparece con alguna frecuencia en las páginas de GARA, debido a las voces que se alzan en Euskal Herria, cuyos vecinos, aunque no son los únicos sí de modo principal y hasta programado, la sufren de los aparatos de los estados limítrofes.
Son variadas las asociaciones que en nuestro país trabajan en erradicar esa nefasta práctica exponiendo las denuncias de los torturados y torturadas. Ahí están los informes anuales de Torturaren Aurkako Taldea; los pronunciamientos de algunos partidos políticos, asociaciones, sindicatos; los relatores de la ONU contra la tortura, Van Boven y Manfred Nowak; el Foro de Ibaeta, que agrupa a más de 29 agentes sindicales y sociales, y su manifiesto “Eskubideak bermatzeko, konponbidea sustatzeko”; diversos colectivos de abogados progresistas y, lo más importante, la ciudadanía que en masa expresa su protesta.
Y la institución eclesiástica, obispos y curas vascos, ¿qué dicen, qué hacen en la prevención de la tortura a ciudadanos y ciudadanas?
Que yo sepa, los obispos vascos se han pronunciados en muy contadas ocasiones. Cito la declaración de los obispos de Gasteiz, Donostia y Bilbo “Diálogo y negociación para la paz”, de 1987: «Afirmamos una vez más que el recurso a la tortura en las investigaciones ordenadas a reprimir los delitos y a perseguir a los delincuentes es un procedimiento degradante e inmoral. La paz lograda por el recurso a tales procedimientos no es humana y fácilmente engendra nueva explosión de violencia. Pero no es suficiente la condena ética de la tortura. Es necesario que los resortes legales previstos para evitarla sea aplicados con diligencia». “Preparar la Paz”, de 2002: «Ni siquiera los mayores malhechores pueden ser objeto de malos tratos y, menos todavía, de la aplicación de la tortura. El Concilio Vaticano II es tajante en este punto (cfr. GS 27). Legisladores, gobernantes, jueces y Fuerzas de Seguridad han de mantener en este punto un cuidado siempre diligente. Resulta preocupante escuchar voces autorizadas de personas y organismos (Amnistía Internacional, Gesto por la Paz) que aseguran que no siempre se respetan debidamente estos límites que nunca deberían ser franqueados». «Tenemos derecho a esperar que esta práctica haya sido descartada definitivamente» (“El papel de la Iglesia del País Vasco en la pacificación de Euskadi”, J. M. Uriarte, obispo de Donostia).
Podemos enjuiciar sus voces. A mi modesto parecer, y salvo mejor criterio, los obispos de este país no han cumplido con su obligación de trabajar por la erradicación de la tortura. Estos textos, y otros que pudieran existir, han pasado tan desapercibidos por ser tan teóricos, escasos y lejanos que no contribuyen a la erradicación de los tratos inhumanos y degradantes a los que se somete a detenidos y encarcelados. Los textos episcopales podrían ser criticados, ya que los obispos vascos deberían saber que no existen resortes legales para erradicar los malos tratos en la medida en que la ley contempla la incomunicación, la negación de asistencia de profesionales, abogados, médicos de libre elección, los policías «trabajan» encapuchados, etc.
Tales declaraciones me parecen tan oportunistas, tan vacías de fuerza moral, tan abstractos e inconcretos sus contenidos, que quedan en meras palabras escritas que se lleva el viento, que sirven, a lo sumo, para «quedar bien», sin incidencia alguna en los torturadores y en las instituciones, gobiernos español, vasco y francés, que permiten si no promueven la tortura. Que en los veintitantos últimos años de sufrimientos, en los que más de seis mil víctimas del País Vasco han denunciado haberla padecido en comisarías, cuartelillos, traslados en furgones, cárceles, etc. podamos citar tres declaraciones de hace 19 y cuatro años, me parece tan poco que lo considero nada.
Mi opinión la baso en mi experiencia desde hace tres años, en los que he visitado al obispo de Vitoria, Miguel Asurmendi, y le he remitido varias cartas aportando numerosa documentación sobre hechos de personas torturadas del País Vasco, reclamándole su pronunciamiento público y su condena, no sólo de la práctica de la tortura en los estados español y francés, sino también del sistema político-jurídico-policial que la engendra y permite o promociona. Nos ha recibido y ha contestado a mis cartas con amabilidad. Pero para hablar de las témporas y mirar para otro lado. Alega que no debería pronunciarse él sólo, que tendría que consultar a sus «hermanos en el episcopado» de Euskal Herria. Al final, ni él ni sus hermanos. Creí descubrir en el obispo que no se termina de creer que se den torturas en el suelo que pisa. Me parecía similar, de algún modo, a aquella justificación que daba la población alemana de su silencio de los campos de concentración o los crematorios nazis, que no conocían esa realidad o no se la creían.
A mi experiencia se ha añadido la de los representantes de la Asamblea de Torturados y Familiares de Gasteiz. Trece personas, detenidas entre octubre de 2001 y junio de 2002, que denunciaron torturas y luego vimos las fotografías, espeluznantes, de alguno de los masacrados, y que a primeros de diciembre van a ser juzgados por la Audiencia Nacional en base a unas declaraciones que denunciaron como arrancadas con violencia, fueron a entrevistarse con el obispo Miguel Asurmendi el pasado 14 de noviembre, le expusieron sus sufrimientos, le aportaron datos de sus detenciones e interrogatorios a manos de la Guardia Civil, documentación de las torturas individualizadas que la mayoría de los detenidos padecieron, le reclamaron un pronunciamiento y... salieron de la entrevista con un palmo de narices.
¡Pero es que en la Iglesia, la de los clérigos «rasos», se da más de lo mismo! ¿Habéis oído si alguno de vosotros asiste a las misas en esta tierra que algún cura en sus homilías trate el tema, denuncie las sevicias de las torturas como algo contrario al Dios de Jesús de Nazaret, el torturado por antonomasia? Pues yo no.
El Código Penal español, en su artículo 173, define la tortura como delito grave. El artículo 27 del mismo cuerpo legal establece que son responsables criminalmente de los delitos los autores y los cómplices. El 28.b considera autores a los que cooperan en su ejecución con un acto sin el cual no se habría efectuado, y el artículo 29 establece la complicidad para los que cooperan en la ejecución del delito.
Y me pregunto: ¿Sería posible la tortura si mil voces clamaran contra ella, si voces pretendidamente autorizadas y con relevancia pública entre ellas las de los obispos la denunciaran día tras día, y exigieran la desaparición de aquello que la propicia: las incomunicaciones, las capuchas de los policías...? No sería posible si esas voces con función de magisterio se alzaran contra los torturadores, dijeran basta y, ¿por qué no? se unieran a las manifestaciones que se organizan en Euskal Herria contra la tortura, como en otras ocasiones algunos obispos han realizado para otros asuntos, diría yo, más triviales y discutibles.
A los que teniendo responsabilidades en la Iglesia vasca olvidan, niegan el sufrimiento de los torturados, miran para otro lado o tan de lejos que ni lo viven ni se lo creen, callan o hacen tan débiles e inusuales sus voces que carecen de la eficacia del espíritu y se pierden en el vacío estéril, ¿se les puede llamar autores, cómplices de la tortura? ¿Se les podría aplicar el reproche de Jesús para los que se desentienden del sufrimiento humano (Evangelio de San Mateo 25, 41-45: «Apartaos de mí malditos, por que tuve hambre y no me disteis de comer... enfermo y en la cárcel y no me visitasteis...»)?
Amiga o amigo lector, te invito a dar respuesta a ese interrogante. -
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