Josemari Ripalda Filósofo
Normalidad
Josemari Ripalda, en este artículo escrito cuando finaliza la vista oral por el sumario 18/98, reflexiona sobre la «normalidad", el mecanismo del que se sirven las personas que no quieren tener que hacer frente a los grandes problemas que asolan a la humanidad. Para ellas, cualquier cambio es peligroso, porque supone romper la seguridad que proporciona la estabilidad de la vida propia.
Normalidad es lo que importa; que, pase lo que pase, el recinto de mi vida no corra peligro. Que el planeta se acabe, si eso es «lo normal». Que la guerra y el hambre asolen el mundo: no lo decidimos nosotros, ni nadie nos da vela en este entierro, y aún nos puede ir mucho peor para cómo vivimos. Que países enteros sean ocupados, sus habitantes castigados y sometidos: protestaremos como corresponde contra la globalización y cerraremos un ojo (como mínimo). Que la tortura esté a la puerta de nuestras casas en oscuros cuartelillos: eso no está demostrado. Que la corrupción sea normal, que el abuso de poder esté institucionalizado, que «la democracia» sea un procedimiento para multiplicar «el negosi» sobre nuestras costillas: nada se puede hacer y cualquier alternativa podría ser peor.
No estamos para fiestas; la realidad es así de dura. Nos mantenemos a duras penas sobre el caos. En realidad es indignante la pretensión de alterar las cosas. Necesitamos cierta seguridad en nosotros mismos y nuestra vida; no podemos estar siempre poniéndonos en cuestión; no se nos puede estar siempre pidiendo que vivamos amargados pensando en todo lo desagradable e insoportable que ocurre sin remedio. Por eso rechazamos el exceso de información. Y la seleccionamos; por razones inocuas. Lo que no reconocemos es que no queremos saber demasiado, vernos demasiado cómplices; evitamos intranquilizarnos, hacernos la vida oscura, sufrir con las consecuencias de nuestras omisiones y, desde luego, de nuestros actos, por compartidos que sean.
Una vez que se ha llegado a estabilizar la vida propia, los cambios nos desposeen del único, lábil poder que hemos conseguido, nos abocan a la indefensión, a la caducidad, a la muerte, que excluimos de nuestras vidas. Incluso profesar el cambio, o aun la rebelión, en algún aspecto de nuestra vida puede servir para estabilizar el resto. No sólo «la derecha» -la estabilización «par excellence»-, también el izquierdismo, el nacionalismo, el feminismo, el cristianismo, unos más que otros, estabilizan cuando se hacen compatibles con la normalidad.
Así que convertimos la realidad en nombres sublimes como derechos, democracia, civilización, valores, para que nos la sustituyan. Nos apoyamos en ellos para mantener el sueño de nuestra vida y para convertir la mentira en noble referencia. Así es como hemos llegado a ser las asquerosas personas «responsables» que despreciamos en nuestra juventud, si es que alguna vez aspiramos a ser distintos de lo que hoy somos. Aceptamos nuestra indignidad y nos compensamos haciendo de ella la normalidad, es decir, aceptando el crimen normal. Vivir de otro modo ¿no es de locos?
Pero vivir normalmente ¿no es de locura?
Y luego está la otra cara de la normalidad; la de quienes ni pueden aspirar a ella. En el medio, quienes no aceptan la indignidad de atenerse a la normalidad establecida; algo que, compartido, es una fuerza revolucionaria, la única, aunque también a ella le acecha la normalidad.
P.D. Escrito en la Audiencia Nacional el 12 de marzo al final de un juicio interminable, angustioso, que no me arriesgo a calificar; a fin de cuentas yo también soy «normal».