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Jesús Valencia Educador social

La patria en la que sueño

Patria pacífica, que no pacificada. Solidaria y obstinadamente insatisfecha mientras cualquier persona del planeta cuente con menos bienestar del que gozamos nosotros

Aestas alturas de la historia, y en vísperas de otro Aberri Eguna, sueño en nuestra patria. Reclamo con ardor la patria de los vascos cuando el mundo se globaliza, y precisamente por esto. Y en este ejercicio soñatorio, no me siento romántico trasnochado ni utópico nebuloso; más bien parte de un pueblo que ha hecho del sueño una de las claves colectivas de su evidente vitalidad.

Sueño en una patria pequeña: la que un día tuvimos y la que ahora reclamamos. Con nuestras siete parcelas, diferentes y bien engarzadas, tenemos de sobra; que las patrias grandes siempre aspiran a ensancharse mediante el atropello y la conquista. Conformada por una ciudadanía aferrada a su identidad, cultura e historia; cimientos viejos y fuertes donde se asienta la voluntad nueva de un proyecto compartido y plural. Nación de fronteras bien definidas; para marcar una línea infranqueable a potenciales invasores y para saber en qué punto geográfico arranca el obligado ejercicio de nuestra proverbial hospitalidad. Euskaldun, pues todos los compatriotas hablaremos nuestra lengua; al- ma de un pueblo que quiere comunicarse tal cual es y el mejor vínculo de encuentro con quienes aspiren a compartir nuestras vivencias. Reclamo desde ya el EHNA, nuestra carta credencial en el concierto de las naciones al que nos integraremos; que siendo nación pequeña y restaurada tendremos que hacer valer nuestra especificidad para recuperar el mismo reconocimiento internacional que durante siglos tuvimos. Patria, pues, volcada en sí misma; que sólo una patria bien estructurada puede compartir su identidad con otros pueblos sin riesgo de diluirse en una falsa internacionalidad.

Patria pacífica, que no pacificada. Celosa vigilante de la igualdad y de la justicia; que ambas, igualdad y justicia, junto con su hermana la libertad, deberían ser las únicas reinas a las que rindamos pleitesía. Activamente solidaria y obstinadamente insatisfecha mientras cualquier per- sona en cualquier rincón del planeta cuente con menos bienestar del que gozamos nosotros. Patria que sueño y que, de paso, celebro, pues buena parte de los rasgos mencionados son alentadoras evidencias.

Concluía la vista del sumario 18/98 y la presidenta de la sala pronunció el esperado «visto para sentencia». Los encausados, supuestamente quebrantados tras un durísimo e interminable proceso plagado de tropelías y anécdotas surrealistas, irrumpieron en gritos a favor de Euskal Herria. Fue entonces cuando la jueza Murillo expresó, fuera ya de protocolo, sus últimas convicciones: abrazó a sus colegas de Mesa (como quien busca a alguien en quien apoyarse), rió con una risa nerviosa (que, más que poder, expresaba impotencia), miró perpleja a los irreductibles vascones y se llevó a la sien el índice de la mano derecha («¡están locos!»). En quince meses de juicio los tres obcecados jueces no habían sido capaces de atisbar el genuino patriotismo de los encausados. ¿Tan difícil es entenderlos? Señora Murillo, todos ellos pertenecen a una patria que se llama libertad.

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