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Pablo Antoñana Escritor

Sanseacabó

Si no era hora, qué tabarra, qué cansez, que exhibición de rostros colgados de los postes de las farolas. Y abajo, en letras grandes, magistrales, para vista cansada, las promesas que van a ser olvidadas de inmediato, pues «las promesas electorales se dicen para no ser cumplidas» (Fraga) y alguien añadió con lucidez, «si al menos fuesen mentiras creíbles».

Si al menos, cuando ya, sentados en el sillón, supiesen disculparse con humildad y confesar: no podemos, no nos dejan. Acabada la función, los artistas del circo alzaron sus bártulos, no trajeron cabra amaestrada, ni mono que se rascaba las pulgas como atracción de seguidores, pero sí, en los actos, alguien cantaba mariachis, la candidata se exhibía en bicicleta, señoritas majoretes en patines de tracción eléctrica, la réplica de un vagón miniatura de tranvía de la belle epoque. Todo a estilo americano. Qué teatro, a la vez ingenuo, para ocasión tan solemne y decisiva: decidir quién nos gobernará, es decir, traiga un pedacito de dicha que alivie el rigor de la existencia. Buscaron prosélitos, al símil de las religiones, en mercados, residencias de ancianos, y en éstas les robaron el voto a sus recogidos, cogieron sin remilgo manos encallecidas, trátame de tú, como decían los falangistas en sus fuegos de campamento, preguntan por el precio de las sardinas y por la cabecilla de cordero, que el caballero candidato comía cuando era pobre. Y vestía de pana, sin corbata, despechugado, con exquisita rasura, pues tiempo tendrán de ataviarse de luto, como los sepultureros, y mirar sin ver, no te conozco, que así se conduce el desagradecido.

Sanseacabó, dejamos de oír trompetazos, bocinas y altavoces. Los figurantes se retiraron a descansar de la batalla, tanto ejercicio de lengua, fatigados en viajes de aquí para allí, recordando a las compañías de varietès que poblaban los vagones de tercera de un tren de viajeros y mercancías. Quedaron ajadas por el viento y la lluvia las efigies fotografiadas de quienes nos prometieron redención de las desdichas de este país, expertos en labia, y ahí seguirán colgadas por unos días, remedando al Oeste americano con los wanted, reward, sólo que sus rostros son apacibles, bonachones, como el del tapiz del «venerable» a beatificar, «mártir de la Cruzada» en la basílica del Vaticano. Ni como los dibujados a bulto y brocha gorda. Butch Cassidy, Jesse James y el mítico Billy el Niño. Lejos, en lejanía remota, aquellos tiempos fervorosos, ilusionados, en los que, incorporados como escuadras hacia la victoria, íbamos a cambiar el mundo, lo creímos, romper sus viejos esquemas, su «moral de situación», pero no, aquí estamos, colgados del vacío, atónitos sin entender nada, todo se fue al carajo, todo, y nuestros sueños, huracán de entusiasmo, rotos, y tomó posesión de nosotros el desaliento, se dijo que cuando un cura deserta cuelga los hábitos y si un político entra en el gobierno cuelga la ideología. Ahora parece que sólo necesitan estos días de urna y papeleta, dan la mano a los viejitos, parecen escuchar sus quejas, la pensión, la lista de espera, la desatención, se reúnen con las asociaciones de jubilados, pobrecitos, les prometen sacarlos de su soledad y desamparo. Pero si ya los teníamos vistos hasta el hartazgo, inaugurando el mismo tramo de carretera tres veces, o el semáforo cinco, si salían todos los días en la foto del periódico. Y, sin título académico de su profesión, alegan «haber sido elegidos por el pueblo», y fue el «jefe de fila» con la siniestra ayuda de la Ley D'Hont y los méritos del servicial «sí mi amo, no mi amo», y caer en la trampa del halago: «eres el más indicado, nos hace falta gente honesta como tú».

Si digo estas cosas no lo es a capricho sino movido por la tristeza que, como espolín, me aguijonea y obliga a decir esto no, no es esto. Cuarenta años esperanzados con paciencia y resignación, desalojar a la «democracia orgánica» y traer la democracia real, no la formal, versión pervertida por artimañas de leguleyo, leyes especiales, limitativas, tribunales especiales haciendo exégesis restrictivas, haciendo bueno el dicho: «la ley es una urdida red que sirve para cazar moscas, pero de ella se escapan los pájaros». Y que conste que no quiero ofender a quienes ejercen la profesión de político sin estudios académicos al respecto, pero en ellos creí cuando fui joven vehemente, tanto tiempo hace que ya ni me acuerdo, descreí, volví a coger aliento.

Los políticos son hombres de carne y hueso con su soledad y sus miedos royéndole la intimidad, sus noches de vigilia atentos a los ramalazos de la conciencia, esa lamparilla que nunca se apaga. Os perdono, con comprensión evangélica, hasta la afectación de vuestro lenguaje de trabajo, esa jerga contaminada de anglicismos, inventado sobre la marcha y con insolencia por vosotros mismos, para que no se entienda, apto para escurrir el bulto de lo inmediato como la corrupción, la vivienda, la sanidad, el paro, la marginación, es decir, cosas que cualquiera entiende. Pero qué importa, qué nos importa, si no se sabe muy bien qué han dicho, sino qué bien lo han dicho. Y esa compasión que siento por vuestra soledad en vuestra inacabable noche, creedme, me viene de veros ocultos en el disfraz que os habéis puesto, os han puesto una patética máscara como refugio de la fragilidad de la condición humana, que os pertenece. Adeptos de secta o cofradía casi religiosa, con su ordenanza, que los gestores de la democracia formal os obligaron a vestir, hasta convenceros de que habéis sido elegidos por el pueblo para la misión sagrada de redimirlo. Si trato estos asuntos es que me arrastra el desaliento y me viene el recuerdo del general cuando vilipendiaba a los políticos del XIX, con su vocecilla de fémina que nos traían las ondas. Soñábamos con lo de un hombre un voto, ellos con el tam-tam de «el mejor destino de la urna es el ser rota». Y luego vinieron las listas cerradas, los dos partidos y vuelven quienes estuvieron a gusto con la democracia orgánica, los principios del Movimiento, ahora se niegan a condenar el destrozo del 36, y nos invitan, obscenos, a plegar banderas, recoger lo que queda de nuestros viejos sueños, esconderlos en el baúl de los recuerdos y que les entreguemos, como botín de guerra, nuestra voluntad. Que Dios nos coja confesados.

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