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CRíTICA cine

«El romance de Astrea y Celadón»

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Mikel INSAUSTI

A sus 87 años de edad Eric Rohmer mantiene una gran lucidez, aunque su salud podría resentirse de viajar a la Mostra de Venecia a presentar su última película. «El romance de Astrea y Celadón» tal vez sea la última en un sentido absoluto, porque ya empieza a estar cansado y nota que las energías ya no son las mismas. Ha hecho un esfuerzo considerable al rodarla en escenarios naturales, y quién sabe si podría haber alguna entrega más de su arte, ya al abrigo del estudio. Pero el cinéfilo no debe ser egoísta, y ha de sentirse orgulloso del prolongado disfrute que ha supuesto durante casi cincuenta años una filmografía nacida con un pie dentro de la «nouvelle vague» y otro fuera. No tardaría en sacar los dos, siendo hoy el día en que parece circular por una autopista atestada de tráfico en dirección contraria. Él va a lo suyo, sin tener en cuenta que los demás puedan calificar su actitud de suicida, porque desde luego no lo es. La cultura produce una satisfacción personal que la barbarie del entorno no alcanza a entender, a pesar de que no hay futuro y la historia ofrece la única manera segura de viajar a través del tiempo.

No sabemos lo que va a ser de nosotros, vivimos el presente sin perspectiva, así que no es cuestión de demonizar a quien únicamente pretende dar a conocer otras formas de civilización pretéritas. En su ignorancia, hay quien se lleva las manos a la cabeza, cuando Eric Rohmer anuncia que no pretende actualizar el texto clásico de Honoré d'Urfé, tal como lo haría el resto de cineastas contemporáneos.

Quienes vayan a ver la película ya saben lo que se van a encontrar: pura y dura mentalidad barroca del siglo XVII, sin traducciones libres, ni cambios en el vestuario o en la puesta en escena. La cosa se complica, ya que «L'Astrée» está ambientada en el siglo V de los druidas celtas, sólo que representado a la manera de las Pastorales de Zuberoa pero con una mentalidad propia de la Contrareforma. Los anacronismos forman parte consustancial del texto, mezclando rituales paganos y cristianos como si tal cosa, y todo ello ha sido respetado de arriba a abajo.

Como quiera que Rohmer ha prescindido de cualquier referente cinematográfico para plasmar la época, lo que ha hecho es basarse única y exclusivamente en la pintura barroca. En concreto hay dos cuadros comentados de Simon Vouet, pintor de la escuela de Caravaggio, y un tercero menos conocido de Jacques Blanchard, titulado «El juicio de Paris» e inspirado en un lienzo de Rubens. Por si no bastara, todo el diseño artístico está sacado de las ilustraciones de las primeras ediciones del libro, obra del grabador Michel Lasne. Dicho imaginario se corresponde con una radical austeridad fílmica, que nos traslada en su pureza de formas a los inicios del cinematógrafo. Es algo que le acerca a Bresson, y que ya se podía apreciar en las primeras adaptaciones literarias de Rohmer, bien en el texto romántico germano «Die Marquise Von O», o bien en el medieval «Perceval le Galois».

La única corrección que cabe hacer a Rohmer, intachable en sus coherentes presupuestos puristas, es la relativa a su defensa de la modernidad del tema manejado por Honoré D'Urfé. El hecho de que conecte, en cuanto a la idea del engaño amoroso dentro de la diferencia entre lo vivido y lo visualizado, con muchas de sus películas del siglo pasado, no quiere decir por fuerza que vaya más allá del asunto atemporal y universal. Lo increíble es que sí coincide con «Cuento de invierno» (1991) o «El rayo verde» (1986).

Ficha

Director: Eric Rohmer.

Intérpretes: Stéphanie de Crayencour, Andy Gillet, Cécile Cassel, Verónique Reymond, Rosette, Jocelyn Quivrin, Mathilde Mosnier, Rodolphe Pauly, Serge Renko, Priscilla Galland.

País: Estado francés, 2007.

Duración: 109 minutos.

Género: Drama romántico

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