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Julen Arzuaga jurista y miembro de giza eskubideen behatokia

¡Volvemos a ser libres!

Atendiendo a los fundamentos del «contrato social», Arzuaga concluye que dado que el estado hace dejación sistemática de sus compromisos «los ciudadanos y ciudadanas vascas nos encontramos en legítima posición de negar la legitimidad a las instituciones actuales y recuperar ese estado de naturaleza libre, igualitaria, independiente». Según él un claro ejemplo de esa actitud puede ser la abstención, «uno de los movimientos de desobediencia activa más importantes planteados en Europa».

E l padre del liberalismo político, John Locke, nos decía en pleno siglo XVII que «siendo los hombres -entendámosle que también las mujeres- libres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al poder político sin que medie su propio consentimiento. Este se otorga mediante convenio hecho con otros hombres -y mujeres-, de unirse e integrarse en una comunidad destinada a permitirles una vida cómoda, segura y pacífica».

Son palabras que, tres siglos más tarde merecen analizarse detenidamente, porque en ellas podemos encontrar la solución al misterio de tanta alienación, el origen de la humillación a que someten los poderes del estado a sectores cada vez mayores de esta sociedad. Locke apunta a los valores absolutos de libertad, igualdad e independencia que cualifican la naturaleza de la persona. Esta ha de tener poderosas razones para permitir que se condicionen estos valores supremos: libertad a cambio de seguridad, independencia a cambio de una vida cómoda y pacífica. La persona sacrifica ciertas potestades inherentes a sí misma y asume voluntariamente un contrato con el colectivo para organizar y asegurar la convivencia social. Esta es la razón de ser del poder estatal, guardia y protector de estos valores, de esas libertades individuales que la persona compromete, para la consecución de esos otros fines.

Si reflexionamos sobre la realidad actual en nuestro contexto concreto, parece que debemos de concluir que hemos regalado nuestra libertad personal y colectiva a cambio de absolutamente nada. Se nos ha despojado de nuestros valores intrínsecos para entregarnos a cambio inseguridad, opresión, injusticia... El estado otorga el vacío. Porque, ¿qué elementos califican de fascista a una comunidad política-estado? ¿la suspensión de libertades políticas de sus ciudadanos? ¿la imposición de una justicia de guerra? ¿La imposibilidad de ejercer el derecho a voto libre? ¿la detención arbitraria y sistemática de disidentes políticos? ¿la práctica de la tortura? Desde luego, todos esos elementos se aprecian con total nitidez en la relación del Estado español con sectores cada vez más amplios de la sociedad vasca. No hemos ganado en seguridad, comodidad, ni paz, al expandirse y generalizarse por parte del estado el tratamiento del ciudadano como de enemigo, lo cual, en reacción, genera que el ciudadano perciba al estado asimismo como su enemigo.

Si bien los responsables de esta arquitectura estatal se esfuerzan en sostener la ficción democrática de su sistema, si bien sostienen que la funesta aplicación de esas medidas de emergencia y excepción son compatibles con del estado de derecho; si bien minimizan, ocultan o niegan el efecto de esas medidas en el disfrute más básico de derechos civiles y políticos... el cuadro que se perfila de infamia y opresión es evidente. Un estado de occidente no podría utilizar con más habilidad todos los mecanismos legislativos, policiales, judiciales, mediáticos... a su alcance para conseguir tan genuino escenario de negación de los derechos y libertades democráticos básicos, sin ni siquiera ya mantener las formas. Es de manual.

Leamos como lo valoraría Locke: «todo personaje en el poder que abuse de la autoridad concedida por la ley y se sirva de la fuerza de que dispone para imponer a los súbditos obligaciones no previstas en la ley, deja de ser magistrado. Y desde el momento en que actúa sin autoridad, se le puede oponer resistencia». En definitiva, lo que apunta es que en caso de incumplimiento de las estipulaciones de ese contrato social por parte del estado, el ciudadano tiene derecho a su vez de romper sus obligaciones con el poder estatal, retrotraerse a su estado primigenio y recuperar su libertad. ¡Grandes palabras! Tan grandes que también la Declaración Universal de Derechos Humanos, recogió en su preámbulo esta idea, al considerar «esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión».

Pues bien, no es necesario hacer un rebuscado ejercicio de retórica para aplicar esas palabras a nuestro contexto concreto y concluir que los ciudadanos y ciudadanas vascas nos encontramos en legítima posición de negar la legitimidad a las instituciones actuales y recuperar ese estado de naturaleza libre, igualitaria, independiente. Si voluntariamente otorgamos esos valores, en pos de que se cumplan los otros, voluntariamente los podremos retirar ante la evidencia de que esos otros no son cumplidos. Revocamos nuestro compromiso. Volvemos a ser libres, iguales, independientes. Recuperamos nuestra naturaleza y alzamos nuestra voz en pos de un nuevo marco jurídico-político que asegure un sistema de relación en el que podamos de nuevo comprometer voluntariamente esos valores fundamentales, a cambio de seguridad, comodidad y paz.

En Euskal Herria hemos llegado a ese punto de madurez. Hemos conseguido un grado tal de conciencia sobre nuestros derechos individuales y colectivos que no vamos a tolerar que se aplasten por parte del estado o sus filiales autonómicas, ineficaces en proteger a sus ciudadanos y ciudadanas, por no hablar de su incapacidad de canalizar sus aspiraciones. Pero el estado -recordemos que hablamos de toda su cadena jerárquica- hace oídos sordos a esa mayoría de edad y persiste en su ceguera y cerrazón. Por tanto, como nos sugiere Locke y al amparo de la Declaración de Derechos Humanos, ejerzamos el derecho a la resistencia, a la rebelión para instaurar un muro de contención, un espacio profiláctico que nos defienda de la vulneración más atroz y obscena de derechos civiles y políticos.

Iniciamos ese recorrido hace unos días con la celebración de una huelga que tuvo un gran impacto social. Portavoces del Gobierno autonómico se encargaron de minimizar aquella expresión de libertad comunitaria, considerando que la herramienta de la huelga «no puede ser utilizada en una convocatoria de paro exclusivamente política». O sea que ¿no se justifica esta medida para denunciar el recorte más absoluto de derechos y libertades fundamentales? ¿es una reivindicación política que carece de importancia la que denuncia la voladura controlada de nuestros derechos democráticos básicos? Muy bien, señor Azkarraga, flamante consejero de Justicia, con sus declaraciones ante la injusticia nos sigue armando de argumentos. Porque ahora, tenemos otra oportunidad, como ciudadanos y ciudadanas libres, iguales e independientes, de participar en uno de los movimientos de desobediencia activa más importantes planteados en la Europa contemporánea y enviar un nítido mensaje a quienes todavía hoy pretenden gestionar -ingenuos- nuestra libertad, nuestra igualdad, nuestra independencia.

Yo, al menos, daré otro paso absteniéndome activamente de participar en un proceso electoral antidemocrático e ilegítimo. Por fin, con nuestra actitud de tozuda resistencia, este estado -sea quien sea el que lo gestione-, llegará a la conclusión de que es más sencillo convencer a los ciudadanos españoles de que los y las vascas tienen derechos inalienables, que convencernos a nosotros y nosotras de que carecemos de ellos.

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