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Análisis | Crisis en el campo argentino

La protesta agraria es la peor crisis política de la era Kirchner

 La huelga en el campo argentino lleva 15 días ininterrumpidos y amenaza con prolongarse mientras el Gobierno no esboce una solución. Los productores agropecuarios mantienen más de 300 cortes de ruta en el centro y norte del país, impidiendo el paso de camiones con bienes del agro, lo que ha derivado en un creciente desabastecimiento de alimentos, sobre todo, carne y lácteos.

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Daniel GALVALIZI Periodista

La rebelión del sector agropecuario ante las medidas impositivas del Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner sobrepasó cualquier especulación y desató la crisis política más grave desde mayo de 2003, cuando el matrimonio Kirchner llegó al poder.

Las consecuencias de lo que parecía ser un conflicto entre el sector agropecuario y al Gobierno están salpicando a toda la ciudadanía argentina debido a los cortes de carre- tera y al desabastecimiento. Y para añadir mayor complejidad, crecen las protestas de los sectores urbanos que se solidarizan con el campo y repudian la actitud confrontadora del Gobierno.

El epicentro de estas demostraciones ocurrió el martes último, cuando varios «cacerolazos» en distintas ciudades se sucedieron en respuesta a un discurso de la presidenta que, más que tender al diálogo, denostó al sector agropecuario.

En un hecho inédito en Argentina, los centros urbanos se aliaron, al menos momentáneamente, con el sector rural. Miles de personas en distintos puntos de Buenos Aires y de otras grandes ciudades -como Rosario, La Plata y Tucumán- expresaron su profundo descontento con lo que la mayoría denominó «soberbia» presidencial.

Pero, ¿qué desató semejante crisis política a poco más de tres meses de ungido el nuevo Gobierno con vasto apoyo popular? ¿Qué hizo que, por primera vez en la historia argentina de las últimas tres décadas, haya un grave conflicto social sin una crisis económica de fondo?

La chispa que disparó los ánimos fue el anuncio del ministro de Economía, Martín Lousteau, de hace menos de tres semanas, cuando dijo que se subían las retenciones fiscales a las exportaciones de soja y girasol y se convertían en móviles: es decir, se fijaron en un 44% y 39% respectivamente del total de la venta, pero incluso podían subir si el precio de esos granos sigue en ascenso. Como es progresivo, si la soja costase más de 600 dólares la tonelada, el Estado se quedaría con el 95% del excedente.

La ira del sector rural no tardó en llegar y dio batalla al instante. Todas las entidades que agrupan a los productores llamaron a una huelga indefinida y buscaron frenar la cadena de comercialización para suspender la llegada de productos a los merca- dos, además de tomar las rutas.

La explicación del Gobierno fue que se buscó evitar así un avance de la soja (debido a su gran rentabilidad por la creciente demanda mundial) sobre otros productos agropecuarios. Lo que no dijo, pero todos los analistas aseguran, es que con esa medida también procura robustecer el superávit fiscal aprovechando el tipo de cambio alto y los precios en alza.

Cristina Fernández, su Gabinete y el aparato político kirchnerista salieron a defender la medida en base a un viejo estereoti- po argentino: los dueños de las tierras pampeanas están llenos de dinero, todos por igual. Ese viejo mito fue especialmente difundido y explotado por Juan Perón durante sus primeros dos gobiernos (1946 y 1955), y defendido por todas las generaciones peronistas. No obstente, la situación actual trasgrede las fronteras de esa idea añeja y el mito choca con la realidad.

Si bien es cierto que en Argentina hay grandes terratenientes -son alrededor de 2.900- que disfrutan de alta renta, la rebelión del campo más importante de la historia está sustentada en los pequeños y medianos productores. Paradójico logro del Gobierno: por su torpeza consiguió aunar las fuerzas de la Sociedad Rural (grandes propietarios) con la Federación Agraria (pequeños productores, que no predican precisamente el liberalismo económico).

La presidenta no tuvo en cuenta el desparejo panorama de los actores agropecuarios, quizás obnubilada por el ascenso del precio de los granos -que frenó y descendió en los últimos días- y confió en que el mismo sector aceptaría otra vez, mansamente, una quita igual de renta tanto para el productor más pobre como para el más rico.

El primer lugar donde se produjo el corte de ruta más importante es Arroyo del Sauce, región de la provincia de Entre Ríos. Los productores de la zona son, en su mayoría, descendientes de los primeros colonos italianos, vascos, alemanes, irlandeses y europeos del Este que poblaron estas pampas a fines del siglo XIX.

Al ser consultado sobre la gran rentabilidad gracias al tipo de cambio alto sostenido artificialmente por el Gobierno y al elevado precio de la soja, Demetrio, que trabaja las 500 hectáreas de su padre, explica que «hace dos o tres años sí nos iba bien y ganábamos plata, pero ahora no. Además del 44% de retenciones en la venta, tenemos que pagar el impuesto a las ganancias -entre el 8 y el 35%-, y los insumos y fertilizantes triplicaron o cuadruplicaron sus costos». «No somos grandes terratenientes. Usábamos la soja como refugio para subsidiar otros cultivos menos rentables o la producción de leche y carne, que ya no nos es rentable por la intervención del Gobierno. Pero ahora, si no nos queda la soja, no sé qué haremos», asegura, en medio del corte de la ruta 14, clave para el comercio con el Mercosur.

José, otro ruralista, cuenta que a él esta medida no le afecta porque es productor cítrico, pero está ahí porque cada día le cuesta más vivir con lo que genera. «No quiero tener que vender el campo e irme a vivir a la ciudad. Nosotros siempre vivimos de esto, no lo queremos perder», agrega.

En el piquete, se repiten los testimonios de hastío y desesperanza. Se enojan cuando los califican de ricos, de comprarse grandes autos gracias al boom de la soja. Y se niegan a «aflojar». «Si en esta cedemos, tenemos todo perdido», dice.

En su afán por engrosar los recursos estatales para seguir subsidiando a grandes industrias y domesticando con «aportes» a gobernadores e intendentes, el Gobierno olvida que en lo que llama, con liviandad, «el campo» viven 200.000 familias pobres. Pero su base política no está en la escasa población rural argentina (10%), sino en los industriales suburbios bonaerenses.

Pese a las intenciones que clama la presidenta, la medida puede terminar favoreciendo a los grandes terratenientes, fomentando la compra de las pequeñas extensiones de tierra, oligopolizando el mercado y concentrando en menos manos la cadena de valor agroindustrial (que representa casi el 40% del PBI y el 54% de las exportaciones).

Sin soluciones a la vista, con radicalidad en todas las posturas y con un Gobierno que cree en la virtud de la inflexibilidad, los argentinos ven peligrar su alimentación por el desabastecimiento y, lo que es peor, su estabilidad económica.

En un inmejorable contexto global para los países que venden alimentos, Argentina parece estar habitada por un pueblo que ganó la lotería pero no va a cobrar el premio porque los jugadores se pelearon entre ellos.

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