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El drama del pueblo Kurdo

Kurdos en Siria: el pueblo invisible

Se cree que rondan los tres millones, pero Damasco hace lo imposible para que nadie los vea. Y para que nada se sepa. El patrón para delimitar las fronteras entre Siria y Turquía en 1921 no fue otro que el trayecto del Orient Express por Mesopotamia: una línea recta en mitad del desierto. Se podía viajar desde Berlín hasta Bagdad, pero miles de familias kurdas, árabes y asirías quedaban divididas al no poder realizar un trayecto de apenas unos metros a pie. Hoy el tren no llega hasta Bagdad, pero sigue circulando por un pasillo en tierra de nadie acotado por las alambradas a ambos lados.

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Karlos ZURUTUZA

Aziz es un kurdo de Kobani, uno de los pueblos kurdos empotrados contra la alambrada sur que en los mapas de Siria figura como Ayn al Arab. Regenta desde hace años un restaurante en Madrid, pero todavía conserva un recuerdo imborrable de su infancia: «Cuando era crío me acercaba todos los días a la vía del tren, un poco antes de las seis», recuerda este hombre que ronda hoy los cincuenta, «Esperaba a que pasara el último vagón para tirar piedras al soldado turco que iba en la parte de atrás. Aquella era mi única diversión en Kobani».

Cerca del lugar donde Aziz esperaba al tren, un grupo de niños corre hoy por un pedregal tras un balón. Un soldado turco al otro lado les observa indiferente desde su torreta. Quizá esté pensando que ha tenido suerte. Le ha tocado servir en el «sudeste», pero podría haber sido mucho peor. Y es que aquí no hay montañas desde las que la guerrilla kurda pueda atacar y esconderse después. Éste no es más que un páramo en mitad del desierto, donde apenas pasa nada más que un tren.

«Podría desplegar una bandera kurda gigante desde aquí, justo en frente de ese soldado, y no podría hacerme nada», sonríe Hamid, un conductor de camiones de la localidad. Pero Hamid no hará tal cosa porque sabe que en Siria eso se paga con la cárcel, la tortura, y muchas veces la muerte. No hay más que darse un paseo por las rectilíneas pero polvorientas calles de este pueblo para comprobar que Damasco siempre observa a través de los ojos de la mujabarat, la policía secreta, y sus confidentes. En realidad, Hamid ya está poniendo su libertad en juego por el simple hecho de hablar con el que firma esta crónica.

«Mientras los sueldos de la policía sigan siendo bajos estamos salvados. Mañana por la mañana me llamarán para que acuda a la comisaría a explicar quién era el extranjero. Creo que me costará entre 100 y 300 euros», augura resignado.

A pesar de la confianza de Hamid en el dinero, lo cierto es que los kurdos «desaparecen» en Siria. A los dos días se da por hecho que éste o aquel familiar ha sido detenido por la policía del Baath. Las familias se ponen en marcha hasta dar con un oficial de policía al que poder «untar» para saber si el desaparecido sigue vivo, y si es así, a dónde se lo han llevado. La familia Alush tardó cinco meses hasta saber que su hijo estaba encarcelado en Damasco. Hoy viven en casa de un hermano porque tuvieron que vender la suya para pagar los 6000 euros que les cobró un funcionario corrupto por la información.

«No tiene derecho a visitas, ni a llamadas de teléfono, ni a recibir paquetes...», dice Leyla, madre de este preso de 23 años. «La única forma de saber algo de él es esperar a que alguien en su misma prisión salga y nos dé noticias suyas».

Se calcula que hay unos tres millones de kurdos en Siria. No obstante, se trata de una estimación imposible de cotejar ya que Damasco no reconoce la existencia de dicho pueblo en su territorio. Y es que resulta muy difícil ser kurdo y decirse kurdo en Siria. El régimen de el Assad reprime con dureza cualquier intento de este pueblo por desarrollar su cultura, su lengua o cualquier otra faceta que lo identifique. Todos los partidos políticos kurdos, unos 14, son ilegales y han de operar en la clandestinidad. Algo nada extraño si tenemos en cuenta que a los kurdos de Siria se les niega hasta el derecho de constituir cualquier tipo de agrupación, aunque sea con fines puramente lúdicos.

Un cinturón que aprieta

La carretera que transcurre paralela a la vía del tren, tanto hacia el este como hacia el oeste, atraviesa un paisaje yermo y monótono en el que se suceden precarias aldeas de casas hechas de piedra o adobe. No obstante, se puede matar el tiempo con un sencillo juego de observación.

«Es fácil distinguir un pueblo kurdo de uno árabe a simple vista», dice Jalil, un kurdo de la aldea de Bostep. «Si no tiene tendido eléctrico, ni escuela, ni mezquita, seguro que es kurdo». Éste es otro más de los legados del «cinturón árabe», aquel programa de asimilación puesto en marcha en 1963 que buscaba expulsar a los kurdos que se encontraban en una franja de diez kilómetros a lo largo de la frontera. El gobierno recolocaba a los árabes traídos de otras zonas de Siria y les daba las tierras más fértiles que serían explotadas por granjas «modelo». A diferencia de las aldeas kurdas, las de los colonos tenían escuelas y mezquitas; sus casas luz, así como agua corriente canalizada desde pozos artesianos o del Éufrates. Damasco también les dio armas para defender lo que tan fácilmente habían conseguido.

Sea como fuere, siguen siendo muchos los kurdos que se han quedado en la franja fronteriza donde aún son mayoría. «Mucha gente vive aquí sin electricidad ni agua corriente pero se resisten a marcharse», añade Jalil. «Somos un pueblo testarudo».

Pero también es cierto que muchos lo han hecho a lo largo de estas últimas cuatro décadas; decenas de miles. La mayoría de ellos se hacinan hoy en los arrabales de las grandes ciudades como el barrio de Sheikh Massud, a las afueras de Alepo. Se calcula que viven cerca de 500.000 kurdos en la segunda ciudad más grande de Siria. Muchos de ellos pertenecen a la categoría de los «indocumentados»; kurdos que como única identificación cuentan con un documento rojo que indica explícitamente que su portador es «de origen extranjero» (aunque no dice de dónde), y al que se prohíbe abandonar el país. Además, no puede casarse, ni dar su nombre a sus hijos, ni comprar una casa, o un coche, ni votar o pertenecer a ninguna asociación o entidad... Ni tan siquiera viajar libremente por el país. Fueron 120.000 los kurdos de la Yazira «descontados» del censo en 1961. Teniendo en cuenta el alto índice de natalidad local, hoy fácilmente pueden llegar ser más de 300.000 los miembros de esta «casta» de parias entre los parias. Se les conoce por maktoum; «nada», en lengua árabe.

de la universidad a la guerrilla

Y las cosas tampoco resultan fáciles para los que cuentan con una documentación en regla, e incluso con un título universitario. Adnan es doctor en Ciencias de la Información por la Universidad de Damasco pero apenas le da para mantener a su mujer y a su hijo conduciendo un taxi por las abigarradas calles de la capital Siria.

«Nuestros jóvenes estudian en la universidad para nada. No pueden optar a ningún puesto de responsabilidad, a ningún trabajo acorde a su formación por el simple hecho de ser kurdos», se queja este taxista hipercualificado.

Mahmud es uno de ellos. Estudia derecho en la universidad de Alepo pero vuelve cada fin de semana a su casa en Qamishlo. Esta ciudad fronteriza al noreste de Siria fue el escenario de un levantamiento kurdo hace cuatro años que se saldó con decenas de muertos y miles de «desaparecidos». Y en este mismo rincón de Mesopotamia, la policía acabó con la vida de tres kurdos a tiros durante las celebraciones del Newroz (el año nuevo kurdo y persa) el pasado marzo.

Mahmud conoce muy bien a las familias de los muertos. «Están demasiado asustadas por temor a las represalias, dudo de que quieran hablar contigo», me asegura este joven, que confiesa haber estado a punto de unirse a la guerrilla del PKK al acabar la secundaria: «Mi otro hermano lo acababa de hacer pero mis padres me dijeron que pasara antes por la universidad para completar mi formación; que una buena educación era lo más importante -explica-. No estoy dispuesto a limpiar zapatos o a vender sandías en el mercado cuando acabe la carrera. Si no puedo trabajar para mi gente como abogado, lo haré desde las montañas».

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