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Pablo Antoñana escritor

18 de julio

A través de jirones extraídos de su memoria, el autor pinta, «con dolor, tristeza y sufrimiento», un lienzo con el transcurrir de las horas de aquel 18 de julio en el que la sublevación militar contra la Segunda República dejó un reguero de sangre por las calles de decenas de pueblos vascos. Imágenes de terror y muerte, cargadas de detalles sobre lo que significó la «Cruzada», el «Alzamiento», el «Glorioso Movimiento Nacional». Y no olvida que a los responsables de tamañas atrocidades sobrevivieron, pero «no se les juzgó ni recriminó».

Este mes de julio me arrastra a un tiempo que se ha ido, y ya la convulsión de sus días no dice nada, o poco a las gentes de hoy. Mes de «odio, calor y vino» (Justo Gárate), sus protagonistas, a los que conocí, escuché, absorto como cuando oye un relato fantástico, imposible de creer. Todavía no entiendo nada, no quiero entender cuanto ocurrió y mucho menos porque nos fascinaba el bullicioso trajín. Foto fija en el almacén de la memoria recuperada con nitidez, insistente, heridora. La rescato por si alcanza algún interés y se aprovechen datos por quien entre en esta materia.

El 18 de julio se inició la sublevación militar contra la Segunda República, inaugurando el «Glorioso Movimiento Nacional», «la Cruzada» «el alzamiento». Nada fue improvisado, puesto que los mozos de mi tierra recibían meses antes instrucción militar, de estrategia y en algún descampado o de noche, encuadrados en formación cuartelera. Ya en la revista «a.e.t», número 1, marzo 1934, se incitaba a la «acción directa», y en el numero 6 se dice: «Desenfundemos la bandera negra de Santa Cruz».

Desde fines de julio y todo el mes de agosto, aparecieron cuadrillas de gatilleros. Iban de pueblo en pueblo, de noche y en coches o camionetas requisadas, «limpiándolos» de ugetistas, nacionalistas vascos, anarquistas. Ya el general Mola en su bando de guerra dictaminó: «Hay que sembrar el terror, dejar la sensación de dominio, eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos lo que no piensen como nosotros». Estas cuadrillas las componían tres, cuatro o cinco, o más ejecutores sin escrúpulo, que se llamaban «escuadras de la muerte». Ajenos al pueblo visitado cumplían lo que se les encomendaba, ¿quién?, nadie; las pequeñas juntas provisionales, sin base jurídica, ni siquiera obedecían a ningún «capo», o iban por libre apuntándose ello como mérito: «Hemos dejado aquellos pueblos mas limpios que la patena, le dimos el pase a un alcalde que no iba a misa hace ocho años».

Se servían de listas de quién había que «liquidar», y les guiaba el sereno o alguacil, que a veces, piadoso, magnánimo de alguna manera decidía; «a este sí, que era de la UGT» o «a este no, que va a misa y cumple con Pascua», «a este tampoco pues es buena persona». Siempre de noche, con urgencia y sigilo, siempre sin control. Al médico de izquierda republicana le cogen y éste pregunta por qué lo sacan de madrugada de la cama, «quiero que me llevéis ante el juez de Estella», pero pocos minutos más tarde, echa los frenos la camioneta, y le dan el pasaporte, en una curva de la carretera dejándolo expuesto a la intemperie.

Hay que decir que hubo gente que evitó mucho desmán, entre ellos curas que rechazaban la rebelión, lejos de los que invitaban a la rebelión y denunciaban. Un sargento de la Guardia Civil, cuyo nombre todavía no hemos olvidado, mandó pregonar el siguiente bando: «Se pone en conocimiento del vecindario que a partir de las diez de la noche no se abra la puerta a nadie, ni siquiera a la guardia civil», percatándose de la situación pavorosa. Fueron excepciones, que explican mejor que un largo escrito el caos de aquellos días. Estos casos constatan la dignidad y valentía de quienes alzaron sus voces contra tanto oprobio y vergüenza.

Los cadáveres de los fusilados quedaban abandonados en el mismo sitio en que se cometió el asesinato. El repartidor de pan, señor Cadarso, tuvo que volverse desde la cuesta de Mataburros con su carro y caballerías, ante la pila de muertos que hacían de parapeto, y el veterinario Mendiluce, otro día, subía a caballo camino de Bargota, y el animal se «asombró», al ver la escabechina y Mendiluce también se volvió. El autobús de la Estellesa encontró la curva de la carretera de Mañeru interceptada por los cadáveres. El chofer y los viajeros reconocieron a alguno de los muertos: «Éste es el cartero de Sansol, éste me parece es el maestrillo de Ancin».

Pudieron haber estado allí, Goya para repetir y poner al día sus «Desastres», Gutiérrez Solana que verificaría con su pintura tremendista lo tremendo, y el fotógrafo Cappa, para dejarnos congelado lo horrendo en su fotografía, y así describirnos a lo vivo, el horror. Los autores de la atrocidad sobrevivieron, y podría poner aquí sus nombres y apellidos, no se les juzgó, ni recriminó, ocuparon cargos, pasaron malos días cuando murió el general, pero aquello ya se olvidó. No se hizo un juicio histórico del pasado como lo hizo Alemania, pero no Rusia ni este país, seguro de que ya es tarde para hacerlo, pero que quede constancia... Y parejo a esta represión a fuego y sangre, se procedía a otro episodio vergonzoso: la depuración. Se hizo implacable.

Paso a copiar parte de expediente a los trabajadores de una «Electra». Nombre. Cargo: encargado del alumbrado. Partidos a que ha pertenecido desde 1º de agosto de 1934 a 18 de julio de 1936. Ninguno. Si en ese tiempo ha tomado parte en propagandas orales o escritas. No. Pruebas aportadas para demostrar su adhesión y servicios prestados al Movimiento Nacional: desde el primer momento me fue concedido el brazalete por la Guardia Civil para prestar servicio de vigilancia estando siempre a sus órdenes y dispuestos a lo que les mandaran. Así hasta veinte empleados que aportan dinero, género en especie, pagan dos pesetas mensuales para el plato único, todos se dicen de derechas y el remate: «Toda declaración manifiestamente falsa o de omisión será considerada como agravante en la situación que corresponda al declarante».

Peor fue la depuración de maestros, catedráticos, profesores. En el último trimestre de 1936 habían sido depurados, expulsados del cuerpo, 38 catedráticos, 438 profesores, y en diciembre de 1937, habían sido expulsados 50.000 maestros, un 80% del escalafón. Eran «corregidos, suspendidos, destituidos», por «sus actividades antipatrióticas o contrarias al movimiento nacional». Pemán diría del «Magisterio podrido», «los maestros envenenadores del alma popular». Las comisiones depuradoras «debían solicitar obligatoriamente informe del párroco, del alcalde, del jefe del puesto de la guardia civil, y de un padre de familia bien reputado». Como remate, copio un oficio que se le envía a un vecino de Las Arenas y dice: «Recibí la suma de quinientas pesetas que en calidad de multa le ha sido impuesta por mi autoridad por consentir que a un hijo suyo en la vía publica se le llame Yonchu», «nombre de marcada significación separatista».

Coletilla. Este relato lo he escrito con dolor, tristeza y sufrimiento, es expulsión de humores, una catarsis. Si hablo sólo de un campo, el de los vencedores, es porque lo conocí de cerca, pues del otro, el de los vencidos, también de furor tremendo, ya los vencedores le dedicaron libros, folletos, y demás, en abundancia, antes y después de muerto el general.

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