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Fermin Gongeta Sociólogo

Yo sangraba demasiado para poder ruborizarme

La frase con la que Gongeta titula este artículo pertenece a una poesía de Leïla Djabali, torturada en Argelia por militares franceses. Testimonio tristemente similar a los de los detenidos vascos en la actualidad. La tortura busca establecer quién detenta el poder y es, por tanto, con la complicidad de todos los agentes implicados en el ejercicio del poder que se puede desarrollar con total impunidad. Siguiendo a Foucault, Gongeta concluye que «la tortura es intolerable porque además de injusta, las autoridades políticas la hacen invisible a la sociedad»

Tu quoque!»... ¡tú también!, fue el grito de estupor y tristeza de César al darse cuenta de que entre sus asesinos se encontraba Bruto, quien pasaba por ser hijo suyo. ¡Tú también! grité yo mismo al escuchar la afirmación de quien consideraba el mejor presentador de los informativos televisivos del reino.

Libe Aguirre y Adur Aristegi habían denunciado torturas en manos de la Guardia Civil: «Cada vez que les respondía que no sabía, me daban golpes en el cogote y me amenazaban con violarme delante de Gaizka». «Un Guardia Civil, al que llamaban `el Bilbaíno', me preguntó si conocía a Katxue y me dijo: `ese pasó por mis manos y ya sabes cómo llegó a la cárcel, ¿no? Pues ya sabes lo que te toca'».

Los dos jóvenes de Elorrio, Libe Aguirre y Adur Aristegi, detenidos el 22 de julio pasado, presentaron una denuncia por torturas tras sufrir golpes, amenazas de violación y aplicación de «la bolsa» durante el proceso de incomunicación (GARA, 2008-07-31).

La misma noche en que se conoció la noticia, el presentador de informativos señalaba con sorna: «Es la consigna que tienen los detenidos de ETA. Todos deben denunciar torturas». Sus palabras no tuvieron el menor tinte profesional, ni demócrata ni humano.

Dos recuerdos se mezclaron en mi interior: las declaraciones de uno de los torturadores franceses de Argelia, el general Marcel Bigeard en «L'Est republicain»: Las acusaciones de torturas «no son más que repugnantes puñaladas, un entramado de mentiras, maquinaciones solapadas y una maniobra de la extrema izquierda».

Por eso busqué la poesía de Leïla Djabali, torturada en Argelia por los mismos militares de la metrópoli: «Usted me ha abofeteado/ nadie lo había hecho antes./ La corriente eléctrica/ y tu puñetazo./ Y tu vocabulario desvergonzado/ Yo sangraba demasiado para poder ruborizarme».

Han sido necesarios más de cincuenta años para que la verdad de las torturas en Argelia por parte de los militares franceses empiece a ser manifestada públicamente y reconocida por los mismos torturadores (ver «Argelia, una guerra sin gloria». Florence Beaugé. Ed. Calmann Levy).

Hoy los detenidos, presuntos militantes de ETA, «detallan haber sido maltratados por la Guardia Civil, con continuos golpes en la cabeza, la aplicación de `la bolsa' y amenazas de violación».

Los jueces, y con ellos los partidos políticos y los medios de información, tienen miedo, miedo de cobardía a admitir la verdad. Miedo a que el pueblo lo conozca y les retire sus prebendas. Todo el mundo tiene miedo a sentar el precedente de reconocer públicamente lo que todos saben, que en el Estado español se tortura.

En «El Correo Gallego» (23-04-08) se leía: «El magistrado Pablo Pérez Tremps, magistrado del Constitucional, (...) a buen seguro está abriendo una espita muy peligrosa al obligar a un juzgado a investigar de nuevo si un etarra convicto y confeso, sufrió o no torturas durante el interrogatorio, al estimar que la denuncia se cerró en falso. (...) Pero también es verdad que todos los etarras denuncian torturas para alargar los casos y poner en entredicho a la policía».

La tortura en el Estado español es la vergüenza inconfesada ante la que se tapan ojos y oídos quienes de una u otra manera detentan el poder. Los gritos de los torturados no son oídos, y su menosprecio y deshumanización preocupan a muy pocos.

Si el Gobierno socialista encarcela a emigrantes que únicamente buscan el pan, ¿qué no será capaz de hacer con los ciudadanos que hambreamos libertad?

Puede decirse sin duda que, en las sociedades occidentales, el conjunto de leyes que conforman el Derecho del estado siempre han servido de máscara al poder.

El Derecho no es la verdad, sino el instrumento del poder. «El poder es lo que dice no, lo que indica lo prohibido. La manifestación del poder reviste la forma de `no deber'. Y el enfrentamiento con el poder no aparece sino como trasgresión». (Michel Foucault, «Un diálogo sobre el poder»).

Precisamente por la necesidad del poder de coartar la libertad, la tortura no busca tanto el esclarecer la verdad sobre los hechos realizados por el detenido -siempre presunto culpable y no presunto inocente-, sino la de hacerle ver, comprender y sentir quién detenta el poder, el Derecho, la fuerza. Porque los torturados saben, al igual que los jueces y gobernantes, que la confesión, la firma será estampada. Lo mantuvieron ya en 1962 Simone de Beauvoir y Gisèle Halimi (ver la antes mencionada «Argelia, una guerra sin gloria»).

Los miembros del Gobierno del Reino de España, su presidente y sus ministros, conocen la existencia de la tortura en las dependencias policiales y jurídicas. Callan y otorgan porque su objetivo es el mismo, sembrar el miedo en la disidencia y en Euskal Herria.

Oponerse públicamente a las torturas es arriesgarse a ser acusado de sostener a ETA, como el mal absoluto, y sufrir las mismas consecuencias. Como Francia hizo con los fellaghas en Argelia, y reproduce también hoy en la militancia independentista.

La prueba que emplea la monarquía postdictatorial para las detenciones y sentencias contra la izquierda abertzale es su oposición al régimen español, no es la veracidad de los hechos que se imputan al detenido. Se utiliza por lo contrario el argumento de la extensión frente a la demostración del posible delito.

Lo mismo hizo el III Reich al decir «los judíos están en todas partes».

Lo hace la Audiencia Nacional contra los militantes de Euskal Herria afirmando «todo es ETA». Con ello no se precisan pruebas, sino que la omnipresencia del pensamiento disidente equivale y se transforma en la omnipotencia de la acción, incluso cuando ésta no existe. Los magistrados condenan la simple posibilidad del acto delictivo, sin que se realice y sin necesidad de demostración alguna.

Las acciones represivas del Gobierno, la tortura de los policías, guardias civiles y ertzainas, y su consentimiento, no precisan de legitimación jurídica, puesto que se hacen justificar previamente por la prensa, la radio y la televisión.

Como indica Foucault, la tortura es intolerable porque además de injusta, las autoridades políticas la hacen invisible a la sociedad. Todos los medios de difusión saben que se practica. No es ningún secreto, pero todos lo callan. Pretenden que nuestro pensamiento se mantenga dentro de los límites de lo tolerado, de lo impuesto por ellos. Pero si el pensamiento no traspasa los límites de lo tolerable, ¿merece la pena utilizarlo?

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