Escapando de la admiración crítica que despertó su ambiciosa ópera prima «Fotos», Elio Quiroga ha querido reiniciar su carrera de forma más modesta, y ha ido a encontrar la continuidad profesional en el género fantástico. Tras su claustrofóbica y apocalíptica «La hora fría» se decanta por el terror religioso de «No-Do», una original e interesante creación que consigue salvar los tópicos de las películas sobre casas encantadas partiendo del contexto histórico del franquismo, a la manera de Guillermo del Toro en su trilogía sobre la Guerra del 36. También hay ecos del primer Amenábar, debido a la presencia estelar de Ana Torrent, sobre la que recae la mayor cuota de responsabilidad interpretativa en su cometido victimatorio. Pero quien se lleva la palma en su trabajo delante de la cámara es Héctor Colomé, con la difícil y siniestra caracterización del Padre Azpeitia, psiquiatra y teólogo formador de abogados del diablo, por su experiencia en la verificación de supuestos milagros, apariciones marianas y exorcismos.

Voy a dejar a un lado la pura mecánica narrativa del susto, por cuanto depende de trucos de guión y efectismos visuales de sobra conocidos, para centrarme en lo que de novedoso presenta el tercer largometraje del cineasta canario. Lo más interesante es su búsqueda de un cine espectral, que se remonta a la época muda, cuando películas como «Nosferatu» estaban relacionadas con el ocultismo y el desarrollo de emulsiones fotográficas que permitieran ver fenómenos metafísicos imperceptibles para el ojo humano. Es un mito cinéfilo que lo conecta con la leyenda urbana de los no-dos secretos del franquismo, que habrían sido rodados con ese tipo de material sensible para el Santo Oficio en Roma. Quiroga no desaprovecha la oportunidad de volver sobre su delirante surrealismo de influencia buñueliana, a la vez que saca a la luz a través de simbolismos tenebrosos el lado más oscuro y fanatizante de lo que fue durante la dictadura el concordato entre Iglesia y Estado.