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Carlos Olalla Actor

¿Era ésta la democracia que queríamos?

A la Constitución de 1812 se la conoció como «La Pepa». Al paso que vamos, a la del 78 pronto se la conocerá como «La Paca», por haber sido la más firme valedora de aquello que, iluso de mí, quería creer ya superado y olvidado

Cuando, a principios de los setenta, suspirábamos con el fin de la dictadura, muchos soñábamos con una democracia en la que pudiésemos, al fin, vivir libres y defender libremente nuestras ideas, fueran cuales fueran... Ante la disyuntiva de reforma o ruptura con el régimen franquista, finalmente se optó por la vía de la reforma y se aprobó una Constitución, la del 78, que, aunque no satisfacía a muchos, se aceptó como mal menor en gran medida gracias a la promesa de su futura reforma una vez consolidada la democracia. El ruido de sables y el riesgo de involución eran demasiado altos como para exigir una constitución más avanzada. Han pasado ya más de treinta años desde entonces, nuestra democracia está más que consolidada, pero esa Constitución es más inamovible que nunca. Recordando viejos tiempos, podríamos decir que todo está atado y bien atado, poco importa que nuestra Constitución haya quedado completamente desfasada y que la realidad de nuestro país sea otra totalmente diferente a la de entonces.

Durante estos treinta años nos han repetido hasta la saciedad que en este país se pueden defender todas las ideas democráticamente, siempre y cuando se renuncie a la violencia para ello. Así, PP y PSOE diseñaron y aprobaron una ley, la Ley de Partidos, que ilegalizaba a los abertzales si no condenaban explícitamente la violencia. Ahora, gracias a esa Ley, el Partido Socialista, con el apoyo del Partido Popular, gobierna en Euskadi. No deja de ser curioso que el PP, cuyo fundador-presidente, Manuel Fraga, fue durante siete años ministro de Franco, nunca haya condenado la dictadura franquista; que el PSOE tampoco haya condenado expresamente la existencia de los GAL y los crímenes de estado que ocurrieron cuando gobernaba el país, o que la más alta institución del Estado, el Rey, elegido a dedo sucesor por el mismísimo Franco en 1969, nunca haya condenado la dictadura ni pedido públicamente perdón a las víctimas de aquella dictadura, una dictadura que asesinó a garrote vil a Salvador Puig Antich en Marzo de 1.974, y fusiló a Juan Paredes Manot Txiki, Angel Otaegi, José Humberto Baena Alonso, José Luís Sánchez Bravo y Ramón García Sanz en septiembre de 1975, ni siquiera dos meses antes de la muerte del dictador y de que él accediera a la Jefatura del Estado.

Pues bien, ahora resulta que en un pequeño pueblo catalán, Arenys de Munt, han tenido la iniciativa de convocar un referéndum de autodeterminación, el más elemental de los derechos reconocido hasta por las Naciones Unidas. Que yo sepa, no hay ningún grupo armado en ese pequeño pueblo que defienda la violencia, pero inmediatamente la Fiscalía del Estado ha acudido ante tamaña amenaza al orden establecido para que un juez intente impedir la aberración democrática que supone que el pueblo diga libremente lo que piensa. Uno de los más firmes adalides de la dictadura, Falange, ha acudido también presto en su ayuda para tomar las calles de Arenys ese día, para protestar por la celebración de ese referéndum y mantener el orden establecido.

Hace unos años, cuando la mayoría absoluta del Sr. Aznar gobernó este país a su libre albedrío y nos metió en una guerra contra la voluntad del 90% de la población, publiqué un artículo en el que decía que nuestro país se había perdido en la senda de la transición democrática y había llegado a una demofascia. Hoy, viendo el rodillo constitucional peperosocialista, viendo al más rancio nacionalismo español campar a sus anchas, son muchas las preguntas que me hago: ¿la democracia que queríamos perseguiría y condenaría a un pueblo que quisiese expresar democráticamente sus opiniones? ¿En esa democracia que queríamos, un tribunal, el Constitucional, podría estar por encima de lo que el pueblo ha aprobado en referéndum, que han acordado todas las fuerzas políticas de un parlamento autonómico, o que han aprobado por amplísima mayoría las Cortes Generales? ¿En esa democracia los miembros de ese Tribunal todopoderoso podrían haber sido elegidos a dedo precisamente por los dos partidos mayoritarios, el PP y el PSOE, que constituyen el frente constitucionalista y el más claro referente del nacionalismo español? ¿En esa democracia defender públicamente los derechos humanos y la situación de los presos vascos sería considerado apología del terrorismo? ¿En esa democracia quemar un cajero o romper la luna de un banco sería considerado acto de terrorismo si se hacía en Euskadi y simple gamberrada si se hacía en el resto del Estado? Son tantas y tantas las preguntas que deberíamos hacernos si de verdad queremos avanzar en el camino de la democracia...

A la Constitución de 1812 se la conoció como La Pepa. Al paso que vamos, a la del 78 pronto se la conocerá como La Paca, por haber sido la más firme valedora de aquello que, iluso de mí, quería creer ya superado y olvidado: «España: Una, Grande y Libre».

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