Antonio Álvarez-Solís periodista
Los paños calientes de los teólogos
La celebración del XXIX Congreso de Teología, auspiciado por la Asociación Juan XXIII, y la publicación de sus principales conclusiones se colocan en el centro del análisis crítico del veterano periodista madrileño, que, con precisos toques de ironía, reclama mayor audacia e implicación en el cambio social a los protagonistas del mencionado congreso.
Oh, Señor: Cuándo acontecerá la conversión de los católicos al cristianismo! Ese día el mundo nacerá definitivamente del mundo y el reino de Dios, que sufre en el destierro de Babilonia, no sufrirá por las maldades del G-8, en el que quiere ser ángel perverso el muchachito de León, que es el que me toca.
Y ahora vayamos a la noticia. Ha concluido el XXIX Congreso de Teología celebrado en Madrid por la Asociación Juan XXIII. Yo esperaba que el comunicado final de los setecientos asistentes encabezara su exordio con una frase esperanzadora: «La teología no está sólo para explicar a Dios sino para transformar el mundo». En primer lugar porque Dios es una palabra inexplicable. Es lo santo, lo terrible, como diría Otto. En segundo término, porque desde hace años sospecho que el Verbo se encarnó para comprobar cómo eran ciertamente los hombres y cuáles sus infinitos sufrimientos. Y el Reino de Dios se trasladó aquí abajo para negar la lógica de la destrucción de aquellos que explican con la tozudez del asno de Balaam los dogmas satánicos de la riqueza y la soberbia junto a los muertos por la violencia y el hambre. Amén.
He leído el resumen de las principales conclusiones de los congresistas en el XXIX Congreso. Espero conocer el documento íntegro. Esperaré. La resistencia de Job me permitirá vivir, como en el día a día, en el vientre de la ballena de Jonás. Pero apunta mal la cosa si me atengo simplemente a las cuatro frases con que se ha transmitido el contenido sustancial del acontecimiento.
Y no analizo con desaliento la primera afirmación importante de los tonsurados rojos que han criticado al Sr. Zapatero, cuya «política económica -dicen- beneficia a los poderosos». Punto y juego. Parece de una manifiesta inutilidad volver sobre la gran constatación, pero siempre es bueno recordar las clamorosas obviedades. De todas formas creo, con Van Buren, que «la misión del cristiano es el camino hacia el prójimo, no el camino de convertir a otros en cristianos. Su misión es ser simplemente un hombre, tal como el hombre es definido por Jesús de Nazaret». Pero... Continúo con Van Buren: «Así como Jesús fue impulsado, a causa de su libertad, al centro del conflicto social y político, igualmente sucede con aquel que comparte su libertad», porque «el mismo hombre secular cristiano, se da cuenta de que la yuxtaposición de su fe, expresada en formas tradicionales, y su modo ordinario de pensar, le produce una esquizofrenia espiritual. Difícilmente se resuelve el dilema restringiendo su fe a ciertas preocupaciones que él puede llamar `espirituales', pero que no tienen repercusión en su vida como hombre secular».
A mí me preocupa mucho el lenguaje porque de su orden interno y de su insinuación profunda según el momento y el lugar en que se sitúa -no olvidemos a Wittgenstein- ese lenguaje cobra un sentido de libertad o de servidumbre, al menos en la cuestión que nos ocupa. De ahí que relea con un claro comienzo de irritación esa frase de los setecientos: «El Congreso suplica una sociedad más justa y equilibrada, en la que se deje oir la voz y el llanto de los más pobres entre los pobres, los que han sido arrojados fuera del mercado laboral, habiendo sido privados de su sustento y de su dignidad». ¿Por qué no simplemente voz en vez de llanto? ¿Es que hay que llorar como culpables en vez de defenderse como hombres? En esto estoy de acuerdo con la madre de Boabdil cuando su hijo rompió en una perra en el Suspiro del Moro al ver ondear sobre Granada el pendón de Castilla, que era un pendón inmenso. ¿Por qué la súplica de los setecientos? ¿Por qué no el látigo del Cristo indignado con los banqueros que hacían al medio día oración en el atrio del templo? ¿Siempre han de tener razón los antidisturbios cuando se abren los catecismos a los creyentes de tortas y pan pintado?
Dejémonos de descubrimientos como ése de que «el sistema capitalista permite que unos pocos se enriquezcan a costa del empobrecimiento de las mayorías populares». Frente a ello los setecientos postulan «un nuevo orden mundial alternativo al neoliberalismo y llevar a cabo controles efectivos del sistema financiero para evitar los abusos que se producen sistemáticamente». El objeto de la filosofía -y ahora toca el turno a Marx- no consiste en explicar el mundo sino en transformarlo. O, como añade Von Cieszkowski, hay que convertir la determinación del futuro en el objeto esencial de la filosofía, convirtiendo el pensamiento en voluntad actuante, en su oposición constante a la realidad presente.
Ah, los setecientos, a los que envío desde aquí la estima de un comunista cristiano, hecho a la sandalia y a la verdad. No participo de su decisión de «solidarizarse con los colectivos más frágiles de la humanidad para recuperar algunos valores cristianos, como la opción preferencial por los pobres, así como con la identificación con los mártires de la tierra, dando respuesta tanto a las demandas del tercer mundo como a las bolsas de pobreza del cuatro mundo». Solidarizarse ¿cómo? ¿Mediante la denuncia retórica o con la adhesión al Cristo que dijo «he venido a traer la espada»? ¿Nadie les predica esto a los del PP cuando van a misa? La espada, no las pelotas de goma. ¿Es posible que los setecientos crean en esa opción principal por los pobres sin añadir que esos pobres no precisan solidaridad sino un sistema político y social absolutamente diferente y no «alternativo», como dicen los setecientos, porque alternar es «variar las acciones diciendo o haciendo ya unas cosas, ya otras, y repitiéndolas sucesivamente». ¡Dios bendito: dicen sucesivamente! Es decir, que tras dar una ocasión a los pobres volverán los ricos y tras conferir la libertad a los pueblos tornará el imperialismo. Y como siempre, el perro seguirá con el cantazo y amanecerá Dios y verá la tuerta los espárragos como dicen en la baja Navarra; que no sé por qué tiene que haber tantos tuertos en el reino de Dios, que es el de aquí y ahora, ni tanto gusto por los espárragos a pesar de su sabrosa tersura y su capacidad diurética.
Pero hay un dato que no conviene menospreciar en este diálogo con los teólogos que se colocan bajo la advocación de Juan XXIII, ese santo que se ha quedado en beato para no alarmar a los poderes: la reunión de los setecientos tuvo lugar en la sede de Comisiones Obreras al no contar con un centro eclesial autorizado por la jerarquía rouquiana, con lo que ya no sé si los setecientos no quieren pasar la frontera de las actuales Comisiones o las Comisiones andan en rebautizarse para presentar sus respetos a la Zarzuela, como acaba de hacer Cayo Lara. Todo en mí yace en una confusión de confusiones, de la que me libero a media noche echándome al coleto algunas teologías de la liberación en cuyo decurso imaginativo sueño a los jesuitas con el trabuco de «La misión», pues nada obsta a la santa indignación de los enviados.
Digo por último y para que conste, dada mi voluntad de concordia, que nada se opone a seguir hablando del hombre en latín y de orar revestidos con los dorados ornamentos del sacerdocio. Lo único que quiero subrayar como cristiano es que lo que calificó a Cristo como Verbo encarnado fue su aportación de verdadera libertad al mundo. Libertad como hombre, como hijo de un pueblo entonces oprimido y como carpintero. Ya sé que de transitar por alguno de los tres caminos hay que cargar con la cruz, pero la justicia que necesita el mundo no puede fabricarse con un ordenador y un retiro espiritual. Hay que hacer algo más. Por ejemplo, sentirse proletarios de nuevo no sería ahora malo, pero no proletarios formados en el modelo A de las escuelas vascas. Para empezar, eso no.