Soy de los que piensan que el cine de Scorsese ha perdido fuerza desde que tiene como estrella a Leonardo DiCaprio, porque no hay comparación posible con el Robert De Niro de los buenos tiempos. Las limitaciones de su nuevo actor se notan más que nunca en «Shutter Island», ya que en la introducción el protagonista debe hacer creer al espectador que es un duro policía de los años 50, con su gabardina abierta y su traje con hombreras, vestimenta que DiCaprio, con su rostro aniñado y físico menudo, es incapaz de llenar o lucir de forma intimidatoria. Por contra, a su lado, el secundario Mark Ruffalo sí da el tipo, aunque luego se descubra por exigencias del guión que no es lo que aparenta. Cuando el estelar DiCaprio cambia su uniforme de agente federal por la bata blanca de paciente del penal siquiátrico, hasta donde se supone que le ha llevado una investigación, lo único que se le ocurre, de cara al previsible y tramposo desenlace, es intentar imitar al Jack Nicholson de «Alguien voló sobre el nido de cuco» en vano. Su escasa convicción para expresar la desencadenante demencia, hace que sepamos de ella gracias a las alucinaciones que padece, aprovechadas por Scorsese para dar rienda suelta a un despliegue de escenas oníricas.

En Hollywood, cuando un escritor se pone de moda, hay que adaptar todas sus novelas por decreto, ya sean buenas, malas o regulares. Basta que Clint Eastwood alcanzara el éxito en «Mystic River» basándose en un libro de Dennis Lehane, para que a los directores de prestigio dentro de la industria se les ofrezca otro de sus relatos. Scorsese hace con semejante encargo un sólido trabajo de puesta en escena, a fuerza de referencias a los thrillers sicológicos de Hitchcok, al Orson Welles kafkiano o al Sam Fuller de «Corredor sin retorno», pero el guión tiene unos giros de manual que nunca sorprenden, por no hablar de lo estereotipadas de la mayoría de caracterizaciones, como la de Max Von Sydow en su enésima revisitación del papel de «mad doctor» nazi.