El cine africano es heredero de su tradicional oral y acostumbra a plasmar historias muy simples que, fuera de su contexto cultural, pueden parecer intrascendentes. En un mundo rural al que el desarrollismo sólo ha llegado parcialmente, y en eso Marruecos es un perfecto ejemplo de democratización a velocidad de camello moribundo, concede gran importancia a cuestiones domésticas y a conflictos vecinales. La reivindicación que plantea el protagonista de «A jamaâ» atañe a un terreno que le ha sido expropiado por motivos de culto religioso, ya que sobre él se construyó el decorado cinematográfico de una mezquita para el rodaje de una película, y los habitantes del pueblo se niegan a su desmantelamiento. La anécdota, que en una producción europea apenas daría para un cortometraje, es alargada hasta completar casi la hora y media de rigor, por lo que ese hombre desesperado se pasa todo el tiempo repitiendo la misma rogativa. Cada vez que abre la boca, el espectador ya sabe lo que va decir, incluso en árabe.

Aunque en la introducción se deja ver el director Daoud Aoulad-Syad, haciendo pensar en un ejercicio dentro del cine, desaparece de escena a las primeras de cambio. Pertenece a la escuela de cineasta africanos que, a pesar de rodar en amplios exteriores naturales con el desierto por horizonte, consiguen el mismo efecto de teatralidad que si rodaran en interiores. Debe ser por la falta de dinamismo en la planificación y porque los intérpretes no profesionales se empeñan en actuar delante de la cámara. La implicación del cineasta en lo narrado es nula, e incluso llega a dar la impresión de que no firma la petición para destruir el último decorado que queda en pie, a fin de tener material sobre el tal Moha y su peregrinaje de un sitio a otro sin que sus peticiones sean nunca atendidas. Lo abandona a su suerte y cierra el relato con su detención, hecho que no va acompañado de ninguna denuncia concreta o atisbo de crítica al estado confesional o al islamismo más integrista.