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elena Martínez rubio Doctora en Filosofía

Viaje a territorio de luciérnagas

«Hemos llegado a un desierto», narra la autora, «tras un viaje sobre el infinito que no dura más que dos horas» con destino a un lugar sin vegetación alguna, donde miles y miles de refugiados de guerra «en sus mínimas construcciones provisionales de barro» sueñan a la espera, en el Sahara. Con condiciones de vida precarias, falta de oportunidades para la autosuficiencia, áspero clima y ausencia de soluciones, se plantea «hasta cuándo puede durar lo provisional, si se trata de perpetuar una injusticia». Denuncia a los países de la Unión Europea por su «permisividad» y comercio «en contra de los derechos reconocidos» y por incumplir las obligaciones internacionales. «Aquí no florecen plantas ni árboles, pero florecen personas», se puede leer escrito a mano en las paredes; «su victoria es», concluye, «moral, vital».

Volar: de noche es un misterio aún mayor. Se atraviesa titubeante la pista para abandonar, con cierto respeto, tierra, madre tierra. Las estrellas propagan su luz, ignorándolo todo de sus espectadores, que se entregan maravillados por última vez a esos guiños galácticos. Y ya el avión sobrevuela las casas donde adivinamos a los amigos dormidos, apilados confortablemente por estratos en los edificios, numéricamente amontonados en la superficie de la ciudad, ellos, que desconocen nuestro viaje, que nunca nos creerían sobre sus cabezas, acogidos en la tripa de un ave.

Queda allá abajo la masa difuminada de luces que ilumina las calles vacías, como una gigantesca esponja que ensucia el cielo. Aquí arriba el piloto dirige sus ojos hacia una negrura precisa, y por oficio, de nada se admira.

El viaje por el infinito no dura sino un par de horas, el viajero es transportado, transplantado. Hemos llegado a un desierto. Y al poco nosotros, los marcianos, estamos descendiendo de la nave. La noche continúa. Sólo que se ha vuelto silenciosa, más oscura todavía. Noche cerrada, En este sitio no hay artificios, no hay luces, no se escuchan motores. No se ve en absoluto. Luna nueva.

¿Dónde estamos? ¿Pleno campo deshabitado? ¿Hay alguien ahí? Apretamos el pie contra el suelo, casi con aprensión: pura arena. Mas esto no es un oasis.

No costaría mucho imaginarse a unos pocos habitantes en la oscuridad completa, inmersos en su sueño, acampados en pequeños grupos, no lejos de un río, supongamos.

Sin embargo, es más difícil hacerse a la idea de que ahora mismo miles y miles de personas a nuestro alrededor invisible, miles y miles de refugiados de una guerra de ocupación que los expulsó de su país en los años setenta, estén soñando todavía ahí, a la espera en este Sahara, respirando a ras de suelo en estas tinieblas, desparramados por una extensión inmensa sin vegetación alguna, cuerpo a tierra en un orden sin calles, sin líneas rectas, dentro de sus tiendas, de sus mínimas construcciones provisionales de barro que, de tanto en tanto, vuelven a deshacer las escasas aunque torrenciales lluvias. ¡Cuánto puede durar lo provisional, si se trata de perpetuar una injusticia!

Las condiciones de vida del lugar son precarias, muy duras: desnutrición, anemia, deficiencia de las ayudas humanitarias y dependencia total de ellas, es decir, falta de oportunidades para la autosuficiencia, prolongada separación de los familiares que viven en la zona ocupada, áspero clima, ausencia de soluciones a largo plazo, estancamiento...

Quedó atrás la actividad febril y enriquecedora de los inicios, el más ilusionado y creativo de los esfuerzos de un pueblo por no dejarse engullir, que tan bien describió entonces Emilio Sola en su libro «Viaje al país de la esperanza». Entusiasmado con la capacidad de renovación y adaptación de los saharauis, escribía así en 1980: «La organización de los campamentos de refugiados es un gran ensayo general de la que tendrá el país una vez la población vuelva a casa». No creería tan remoto el regreso.

Pues con la construcción, hace veintitantos años, de un muro de división de unos 2.500 kilómetros de largo, a base de arena, piedras y potentes rádares, vallas, minas, búnkers, postes de vigilancia y alambradas, y de un enorme gasto gracias a la ayuda del exterior... el enemigo, tras alcanzar un alto el fuego en 1991 y aceptar la futura celebración de un referéndum, se sentó soberbia y tranquilamente a esperar, sabiendo que tenía la sartén por el mango; es decir, dejó pasar el tiempo.

No de brazos cruzados, con todo, sino siguiendo adelante con la represión y convirtiendo el país anexionado en zona de emigración propia, por una parte; y por otra, explotando los recursos naturales, comerciando con los productos de un territorio invadido que únicamente le pertenece por la fuerza bruta.

Por desgracia, que no por casualidad, la actitud hacia el usurpador ha sido, en efecto, mucho más que permisiva. Los «europeos» por excelencia, los de la Unión, no dejan de firmar con él acuerdos relativos a la pesca en aguas saqueadas a los saharauis, en contra de los derechos reconocidos de éstos (si bien en «hibernación»), e incumpliendo obligaciones jurídicas internacionales.

Mas la gente, ¿no dejaremos tampoco nunca de colaborar comprando lo que su enemigo exporta? ¿Seguiremos viajando sin vacilación a semejante país dictatorial por hacer turismo?

Hoy no hay canto de pájaros que acompañe el lento amanecer en que estamos descubriendo, asombrados, los miles de habitáculos que la oscuridad nos ocultaba al llegar.

Pronto nos encontramos con las primeras mujeres y hombres saharauis, que nos saludan con el corazón en la mirada. Sus ojos, como luciérnagas, envían señales luminosas para la comunicación, son órganos de luz que nos cautivan. «Aquí no florecen plantas ni árboles, pero florecen personas», puede leerse escrito a mano en la pared de una escuela.

Es cierto, es una forma de vida y un carácter, que no necesita postizos ni alcohol para expresar las alegrías. Supervivientes de aquella huida terrible y masiva a través del desierto, resistentes de la premeditada destrucción de sus libros, del intento de aniquilación de su cultura y su memoria, su victoria es moral, vital.

¿Acaso te da escalofríos tanto disparate humano, tanta barbarie y chapucería? ¿Esa caridad planetaria, que sale siempre más barata que conseguir la restitución de lo robado y negado por otros caminos? ¿Vergüenza?

Algo falla en tu autoestima. ¡Corre a coger el avión de vuelta, y olvídate! ¡Espíritu positivo! ¡Sé feliz! Son órdenes de la Dirección Mundial de Descalabros.

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