Realidades políticas diferentes, escenarios divergentes y la ficción de la independencia judicial
En sendas comparecencias destinadas a garantizar la gobernabilidad de lo que falta de legislatura en Madrid sin por ello perder la posición de ventaja que el PSOE ostenta en Gasteiz, Alfredo Pérez Rubalcaba y Rodolfo Ares se repartieron el pasado viernes los papeles y, adoptando la táctica más antigua del oficio de sus subalternos, jugaron respectivamente el papel de policía bueno y el de policía malo. Ambos respondían a Iñigo Urkullu, que consideró que la posición del Gobierno español ante Bildu no se corresponde con lo hablado entre el dirigente jelkide y los mandatarios socialistas de Madrid. Por lo visto, las alegaciones contra Bildu no entraban en la hoja de ruta que comparten PNV y PSOE. Urkullu advirtió de que su apoyo a los presupuestos generales, a cambio del cual se han ido completando algunas competencias pendientes del Estatuto de Gernika, podría no hacerse efectivo de quedar Bildu fuera de la disputa electoral -algo que los jelkides no hicieron con la ilegalización de Sortu, por lo que cabe interpretar que ésta sí entraba en dicha hoja de ruta-.
El caso es que en esta ocasión Ares ejerció de policía malo y utilizó con Urkullu el tono que suele reservar para la izquierda abertzale. Por su parte, y sin que sirva de precedente, Rubalcaba ejerció de policía bueno y, quizá por no estar acostumbrado al rol, cedió más terreno del que suele ceder y asumió realidades que normalmente suele fingir desconocer.
En primer lugar, el ministro de Interior español aceptó la premisa básica de que las sociedades vasca y española son distintas y tienen una percepción diametralmente opuesta sobre la legitimidad, antes de Sortu y ahora de Bildu, para concurrir libremente a las próximas elecciones. Las palabras de Patxi López, Patxi Lazcoz y otros dirigentes del PSE en ese sentido evidencian que la postura defendida por Madrid es política y socialmente insostenible en Euskal Herria.
No obstante, esa discrepancia entre las dos naciones va mucho más allá de la decisión que debe tomar hoy el Tribunal Supremo, incluso más allá de la situación política actual y de la gestión que de la misma están haciendo las partes. Esas diferencias van desde lo más profundo, como el valor de la pluralidad lingüística o la necesidad de ruptura con el franquismo, a lo más trivial, como las preferencias entre Barça y Madrid. El trasfondo intelectual de Rubalcaba destila una mentalidad colonialista para la cual tiene el mismo valor lo que uno piensa sobre sí mismo que lo que piensa sobre los otros. Es decir, el problema no es tanto que vascos y españoles piensen distinto, sino que los vascos piensan sobre cómo debería organizarse su sociedad mientras que los españoles pretenden decidir sobre cómo debería ser la sociedad vasca.
Por otro lado, Rubalcaba realizó una digresión sobre los ritmos del proceso y asumió que, antes o después, la izquierda abertzale contará con un partido legal, con referencia explícita a Sortu incluida. Pero también explicó que dilatar ese momento es parte central de su estrategia. Rubalcaba asume así que la decisión de ilegalizar Sortu e impugnar Bildu responde a sus planes políticos, a los escenarios que manejan desde el PSOE, y no a una cuestión jurídica. Cuando Rubalcaba afirmaba, tan sólo unas horas antes de la mencionada comparecencia, que Bildu «está en la estrategia de ETA», lo que en realidad quería transmitir es que en la estrategia diseñada por el Ministerio de Interior, en este momento no entran ni Bildu ni Sortu. No por razones legales, sino por razones políticas, por la razón de estado.
La ansiedad es mala consejera
Además de la convicción de la legitimidad de que Bildu debería estar en las elecciones y de que una gran parte de la sociedad premiará la labor política de quienes han abierto este nuevo escenario, resulta innegable que en la sociedad vasca existe ansiedad por ver el desenlace del «papelón» de los tribunales españoles.
Esa ansiedad no se limita a quienes aún no saben si podrán votar por su opción política. A diferencia de en ocasiones anteriores, en este contexto la alteración del sistema electoral a través de la segregación ideológica tendría un coste para el Estado en vez de para los independentistas. En Euskal Herria ese coste se mediría en una perdida aún mayor de legitimidad. A nivel internacional, nadie podría entender que se prohíba un partido y una coalición que, sin haber sido condenado ninguno de sus candidatos, asume entre otros los Principios Mitchell. Asimismo, resulta incomprensible políticamente que la misma semana en que ETA declara que trabaja «para construir una situación que posibilite una solución democrática definitiva y el fin de la confrontación armada» y se confirma la «cancelación del impuesto revolucionario» a los empresarios en el contexto de un alto el fuego permanente, general y verificable, El Gobierno español siga saboteando el proceso.
Ya lo advertía Rubalcaba: «estamos ante una batalla, con unos adversarios, unos enemigos que hacen su propaganda, y es muy malo entrar en estos debates». No obstante, debería saber que obsesionarse con ganar batallas puede conllevar perder la guerra.