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Aitxus Iñarra | Profesora de la UPV-EHU

¿Dónde quedará el mundo al descubrir la verdad?

«Podemos preguntarnos qué tipo de conocimiento generamos los humanos», si se trata de un «saber falso o verdadero», plantea la autora, que contrapone el conocimiento dominante «que proviene de los sentidos, el uso de la razón y la transmisión de la experiencia», «fraguado en la mente y pensado», frente a un conocimiento «independiente del condicionamiento social y de la voluntad de uno», un conocimiento «ingénito» que acerca a lo inédito y lo desconocido. Defiende este último modo de cognición que trasciende «el mundo de la persona» y se nutre de una «nueva forma de percepción».

Imaginamos la adquisición de la condición humana como un salto, una discontinuidad, un vuelo sobre el vacío que permitió a nuestro ancestro acceder a la región del conocimiento. Qué hizo con esa herramienta en su poder y qué hizo la herramienta con él es lo que describe el filósofo alemán en estos términos:

«En algún apartado Rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la «Historia Universal», pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras unas breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Y sucedió a tiempo: pues aunque se jactaron de haber conocido muchas cosas, finalmente se dieron cuenta con gran malhumor de que todo lo que habían conocido era falso. Perecieron, y al morir maldijeron la verdad. Esa fue la condición de estos animales desesperados que habían descubierto el conocimiento».

Podemos preguntarnos qué tipo de conocimiento generamos los humanos. Y si se trata, como en «La fábula de Demon» de F. Nietzsche en «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral», de un saber falso o verdadero. Siendo al mismo tiempo conscientes de que podemos preguntarnos por la veracidad o la falsedad de una palabra o una idea porque previamente inventamos el conocimiento.

Una forma de ese conocimiento ideado es el conocimiento dominante. Se fundamenta éste en la distinción entre sujeto y objeto. O, con otras palabras, se sustenta en la elaboración por cada sujeto de representaciones del mundo interior y exterior en interacción con los demás. De este saber proyectado, que proviene de los sentidos, el uso de la razón y la transmisión de la experiencia del sujeto, se deriva la continua diferenciación de opuestos. Se trata de un conocimiento fraguado en la mente, pensado. De ahí se deriva que todo, incluido el ser humano y la naturaleza, se convierta en objeto. Y, en cuanto tal, investigable y manipulable.

Ciertamente de ese paradigma, asentado en lo dicotómico, en el contraste o incluso en el antagonismo de opuestos, proceden muchos tipos de conocimiento que tienen como objeto la descripción del mundo externo: del otro, de lo otro. Desde esta perspectiva el sujeto cognoscente se convierte en definidor de objetos, tanto de su mundo mental como de todo cuanto le rodea. Este modo de conocer, limitado y condicionado por la cultura y, en último término por el lenguaje-pensamiento, constituye el procedimiento mediante el que se produce todo tipo de conciencia y de saber. Pero este saber-pensamiento sólo estará capacitado para explicar la realidad producida, ya que la palabra nos sitúa frente a la realidad nombrada o imaginada, a las cosas dichas, en definitiva, frente al mismo pensar.

Todos sabemos que este modo de saber ha producido importantes logros, sobre todo de orden técnico, pero no ha liberado al individuo del malestar y el sufrimiento. Quizás porque el conocimiento instaurado traza una visión artificial de la realidad e impone formas de conducta ajenas, creando confusión en el individuo. Tal es el caso de la ética, conocimiento normativo que aspira a ser compartido en sus discursos, códigos y normas. La autoridad, sea religiosa, política o científica, poseedora de la palabra oficial, y por tanto con legitimidad para imponerla, establece los principios éticos, según sus intereses, tomando como referencia los efectos o consecuencias de la acción. Por todo ello la ética, al regular las relaciones entre el individuo y la comunidad, se convierte en una eficaz herramienta de intervención social.

Existe, además, por parte de las élites que hoy padecemos, un interés común que mediatiza el modo de conocer actual. Se trata del sentido de la utilidad y del beneficio económico. Algo que corresponde al vigente modelo económico y se refleja en la gran expansión de la tecnociencia. De esa manera de percibir fijada, ajustada a lo decretado, surge el mundo común, ordinario, que ignora lo que sucede naturalmente, y lo reemplaza. Es en definitiva un conocimiento que enfatiza lo utilitario, fabrica un mundo trucado y truncado por cuanto elude y cierra el paso a otros modos de cognición que no se ajustan al modelo dado.

Ahora bien, no es lo mismo conocer el mundo -guiados por el saber condicionado- como si se tratara de un objeto separado del individuo, que darse cuenta de que el conocimiento sobre el mundo es parte del yo que lo define. Y que ambos, el mundo creado y el yo, no son sino aspectos del mismo conocimiento creado. P. Russell lo expresa en «Ciencia, conciencia y luz»: «El mundo que percibimos en torno a nosotros no es el mundo físico. El mundo que en realidad conocemos es el mundo que toma forma en nuestra mente; y este mundo no se compone de materia, sino que su calidad es mental. Todo lo que sabemos, percibimos e imaginamos, el color, el sonido, las sensaciones, el pensamiento y los sentimientos es una forma que ha adoptado la conciencia. En lo que atañe a este mundo, todo se estructura en la conciencia».

Existe, sin embargo, otro modo de conocer, en donde la visión personal, fuente de tantos problemas, queda subyugada por un modo de conocer experiencial que participa de algo inexpresable, que desde las diferentes sabidurías ha sido nombrado de diferentes maneras, y que se refieren a la Totalidad. Este otro modo de cognición se expresa en el conocimiento de la belleza o en el conocimiento de la bondad.

Cuando hablamos del primero, no nos referimos a la belleza dependiente de cánones académicos, ni de los marcos interpretativos al uso. Pensamos en una nueva mirada que nos orienta a lo inexpresable, al misterio, al asombro. Que nos invita a ser atrapados o encontrados por la propia belleza de la vida. Esta experiencia fruto de la atención presente, se puede manifestar en cualquier momento de la vida cotidiana, en el ejercicio de la curiosidad, la admiración, la contemplación, la creación, etc.

También la bondad, no entendida como el opuesto a la maldad sino como aquélla que nace de la sutileza del darse cuenta, de la comprensión, constituye un modo poco habitual de conocer. Se trata de una forma de entender e interpretar al otro como alguien distinto y, simultáneamente, como un aspecto de uno mismo. Se expresa a modo de inteligencia creadora de entendimiento, que fractura a través de la cooperación la rígida frontera separadora con el otro. Este modo de relación resulta ser beneficiosa para ambos e incluso para un tercero.

Existe, en definitiva, un modo de cognición que, desde tiempos atrás describen las antiguas sabidurías y que nos acerca a lo inédito, lo desconocido. Un conocimiento independiente del condicionamiento social y de la voluntad de uno. Es el conocimiento ingénito, una forma de percepción, indiferente al bagaje cultural que uno posee. Algo que trasciende el mundo de la persona, y que se nutre de una nueva forma de percepción.

Es desde este tipo de conciencia y saber que Sankara interpela: «¿De qué sirve el lago / cuando desaparece el agua? / ¿Dónde quedará el mundo /al descubrir la verdad?»

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