Los ministros de Defensa de los países de la OTAN estudiaron ayer qué márgenes de maniobra tienen para un traspaso del poder a los colaboracionistas nativos y una reducción de tropas el mes de julio que, en medio de una sangría humana para sus marines y económica para un país en serias dificultades como EEUU, y con elecciones presidenciales el próximo año, pueda alumbrar el camino hacia el final de esa guerra de más de una década. Paralelamente a las negociaciones directas que en Qatar y Alemania están desarrollando con la insurgencia talibán, y los bombardeos diarios de las zonas tribales paquistaníes contra su retaguardia, la presión que ejerce una opinión pública hostil, el tiempo que corre contra uno mismo y el desarrollo de los combates sobre el terreno están poniendo bajo presión a Obama. Sin la «razón Bin Laden» como reclamo de venganza y justificación de la ocupación, todo indica que buscan la luz verde para retirarse con esa pírrica victoria de una guerra sin victoria militar posible.

Pero Afganistán simboliza hoy un gran cepo donde los norteamericanos y sus aliados han quedado atrapados. Si no se van corren el riesgo de desangrarse, y si se van, el riesgo de perderlo todo.