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Floren Aoiz Escritor

España cae en picado y no hay nadie en la cabina

Zygmunt Bauman nos invita a imaginar la angustia de los viajeros de un avión que en medio de crecientes turbulencias descubren que la voz que les pide tranquilidad es un mensaje grabado y no hay nadie en la cabina de los pilotos.

No es una mala perspectiva para analizar la sentencia de la Audiencia Nacional española, que quiere sonar como un mensaje lanzado desde las más altas instancias del Estado con tono de firmeza y determinación, pero que aparece más bien como un viejo mensaje enlatado, repetido fuera de tiempo.

Del mismo modo que los perplejos y aterrados pasajeros de Bauman, si quienes viajan en el avión español se acercaran a la cabina, comprobarían que nadie pilota la nave, que se mueve por pura inercia.

La rotundidad de la decisión judicial viene a trasmitirnos, paradójicamente, que se trata de cualquier cosa menos de una decisión propiamente dicha. Se han limitado a repetir el mensaje grabado. Su decisión es en el fondo una no-decisión que nos indica que el Estado no está ahora mismo en condiciones de decidir nada. La debilidad es tal que ni siquiera puede asumir la sospecha de su colapso, por lo que se siente obligado a aparentar una firmeza que la realidad desmiente cada día.

La sentencia, lejos de reforzar la imagen de fortaleza, se convierte en una autocaricatura no ya sólo de la Audiencia Nacional, sino del propio Estado español, cada día un poco más cerca del abismo. Estos jueces se han autoparodiado llevando al límite la triste trayectoria del tribunal heredero de las instituciones judiciales excepcionales del franquismo. Pueden condenar y condenan por la sencilla razón de que esto es lo único que alcanza a hacer un estado gripado ante una creciente acumulación de desafíos a los que es incapaz de responder coherentemente.

Recientemente, Iñaki Gabilondo llamaba a ganar la batalla del relato. Una apelación de ese tenor refleja la impotencia y el progresivo aumento del nerviosismo en el ámbito de un estado que dice haber derrotado a ETA e identifica esta supuesta victoria con un éxito del modelo constitucional surgido de los designios del aparato franquista y los Estados Unidos.

El modelo de la transición hace aguas, el denominado estado de las autonomías se agrieta por todos los lados, arruinado económica, política e ideológicamente, con un PSOE agotado y noqueado y un PP que aparece más como una vuelta a un pasado de fracasos que como una alternativa verdaderamente renovadora. No es anecdótico que Rajoy haya reconocido en privado que se siente atado de pies y manos por las exigencias de los dirigentes franceses y alemanes a cambio de su apoyo. No es que necesiten ganar la batalla del relato, es que necesitan ganar alguna batalla, la que sea.

Cuando un estado no puede hacer nada frente a los desafíos externos y es incapaz incluso de garantizar su propia solvencia económica, cuando avanza en un proceso de desarticulación y naufraga su modelo político-institucional, tiende a actuar en aquel espacio en el que cree poder hacer algo, que suele ser la seguridad; dicho de otro modo y en nuestro contexto, la represión.

La coz de la Audiencia Nacional española es una manifestación de impotencia que desnuda su incapacidad para hacer algo más inteligente. La incapacidad para hacer algo en materia política, en definitiva. Esta brutal sentencia es la mayor declaración de debilidad política del estado español en los últimos años.

La obstinación en hablar de una derrota policial, refleja, en última instancia, la necesidad de situar el conflicto y el momento actual en términos policiales, esto es, negadores de la política. Recordemos con Jacques Rancière que «la política es específicamente antagónica a lo policial». Nos hallamos, así, ante una expresión más del miedo a la democracia. Con autos de fe como el sufrido por los ahora condenados se quiere exorcizar el peligro de una verdadera transición democrática que devuelva la política a la centralidad, para disgusto de corruptos, manipuladores y adalides de los estados de excepción convertidos en regla general.

Para desgracia de los securócratas españoles, que insisten en la perspectiva represiva, ya no hay nadie al otro lado de ese desafío policial. La tragedia del nacionalismo español es que cuando creía estar ganando policialmente descubre que no hay realmente un plano policial decisivo; si queremos, que no hay un plano militar determinante. Y aunque se niega a asumirlo e incluso a plantearlo como hipótesis, el nacionalismo español intuye que está perdiendo estrepitosamente la batalla política. Algo que no hace sino alimentar su pánico, claro está.

No pueden afrontar el reconocimiento de la imposibilidad estratégica para un estado en crisis política permamente (y ahora en riesgo de quiebra económica) de impedir los procesos de construcción nacional y estatalización de los pueblos vasco y catalán.

En política, la clave no reside en no equivocarse (eso es, sencillamente, imposible), sino en saber corregir a tiempo los errores y aprender de ellos. La izquierda abertzale ha esquivado los arrecifes y la sociedad vasca es mucho más sabia que hace unos años. La sentencia de la Audiencia Nacional española nos indica hasta qué punto el nacionalismo del Estado español está fuera de lugar y de tiempo.

En definitiva, en este contexto en el que los gobernantes españoles se nos muestran como ineptos incapaces de hacer algo resolutivo frente a la crisis, la sentencia del «caso Bateragune» supone un patético esfuerzo para tapar el inmenso agujero negro con un simulacro de golpe sobre la mesa.

Frente a las amenazas indefinidas e inquietantes atribuidas a los mercados, cuya identidad, imagen y modo de funcionar resulta casi desconocido, el viejo enemigo vasco es hasta reconfortante: se sabe quién es y dónde está, tiene cara, nombre, es identificable y se le puede pegar para descargar la frustración.

La Audiencia Nacional, con esta sentencia, pretende desviar el odio y la frustración acumulados por el derrumbe del «sueño español», convertido en dolorosa pesadilla, hacia unos enemigos identificables, de carne y hueso, fácilmente reconocibles, mientras los mercados y las élites económico-financieras responsables de la crisis siguen impunes.

Y ante el fracaso de la estrategia represiva, que está resultando políticamente ruinosa para el nacionalismo español, han querido descargar la rabia en los ahora condenados mediante un ruin acto de venganza. El odio que destila la sentencia es pura debilidad, miedo ante una situación que no controlan y pánico ante la incapacidad para afrontarla. Y es algo más: tiran la toalla, incapaces de condicionar o boicotear la estrategia de la izquierda abertzale.

La debilidad del Estado español le impide participar en el proceso abierto en Euskal Herria. No puede soportar, lo dice claramente Gabilondo, nada que aparezca como la menor victoria de ETA. En realidad, nada que suponga una victoria para el pueblo vasco, que es a lo que realmente se están refiriendo.

En estos momentos de orgullo nacionalista aplastado y humillado, en los que las no tan lejanas aspiraciones españolas a liderar la economía mundial se ven como una bufonada, se imponen las tesis fundamentalistas. Triunfa la crueldad, una vez más, sobre la inteligencia.

Provocación, intento de descarrilar el proceso, maniobra para amedrentar a nuestra sociedad, sí, esta sentencia tiene algo de todo eso. Pero sólo va a servir para acelerar la desadhesión de amplios sectores de las sociedades vasca y catalana hacia el Estado español. ¡Una genialidad, por tanto!

En la cabina vasca, en cambio, pese a todos los zarpazos represivos, los mandos están en buenas manos y son miles los militantes que llevan juntos el timón mientras una multitud cada día mayor empuja hacia un horizonte de paz y libertad donde Euskal Herria será lo que quiera ser.

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