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Antonio ALVAREZ-SOLIS

La victoria

Cuando en 1973 fue ejecutado el almirante Carrero Blanco con el fin de abrir un futuro a la libertad, el vicepresidente del Gobierno de Madrid, Torcuato Fernández Miranda, pronunció una oración fúnebre en que subrayaba la necesidad de concordia nacional aunque «sin olvidar la victoria». Ese espíritu de victoria que envenena la historia de España, sobre todo si consideramos sus desgraciadas y continuadas derrotas por falta de la debida reflexión moral y política, y que tiene su continuación en el presente cuando está en el telar, por ejemplo, la cuestión vasca.

Ahora mismo el mundo abertzale ha propuesto que se haga una reflexión serena acerca de las víctimas de la violencia en Euskadi, de todas las víctimas, porque dentro «de cada víctima hay una verdad» que debe ser escuchada, ya sea con una memoria honrada si se trata de un muerto, ya sea con un diálogo sincero y reparador si se está ante un afectado que aún vive. Pues bien, a esa iniciativa de paz han respondido las asociaciones de víctimas de ETA, los dirigentes políticos «populares» y los bélicos y furibundos escritores de emails a los periódicos -eso sí: anónimos- con una voluntad de victoria, es decir, con una decisión de guerra. Desgraciada España, que siempre acampa en la venganza o en la indignada respuesta. ¿Para cuando la paz?

Hay algo que enseña indeclinablemente el discurso de los tiempos: que la muerte siempre es superada por la vida y que la paz viene del acuerdo entre dos voluntades constructivas. Dos cosas que España ha de aprender tras renunciar al sempiterno espíritu de victoria de quienes creen estar en posesión de la historia. La libertad y la democracia han de estar hechas de hierro flexible.