NUEVO TIEMPO EN EUSKAL HERRIA
El PP se enreda en su negativa a abrir el diálogo con la izquierda abertzale
La tensión entre el PP y la izquierda abertzale marca la inminente apertura del periodo de sesiones en Madrid. El veto a que Amaiur tenga grupo ha dejado solo al partido de Rajoy y la decisión de no dialogar le sumerge en contradicciones. El PP recurre a esta vieja receta unionista para intentar mostrar músculo y, sobre todo, ganar tiempo.
Ramón SOLA | DONOSTIA
El Congreso se pone en marcha mañana con dos polémicas abiertas entre PP y Amaiur. La referida al veto al grupo, que ha acaparado la atención de los medios esta semana, sigue tras la presentación del recurso. La otra, paralela a la anterior, es la negativa de Mariano Rajoy a reunirse con sus representantes, lo que confirma a su vez que el PP sigue lejos de abrir un diálogo con la izquierda abertzale.
La decisión del PP, sin embargo, no provoca contradicción alguna a Amaiur, y sí a él mismo. ¿Cómo se entiende que el partido del Gobierno español vete a los electos de Amaiur a los que ha recibido el mismísimo jefe del Estado, Juan Carlos de Borbón? ¿Y cómo explicar que el PP no estrecha la mano de los electos de Amaiur cuando el exsecretario general de la ONU Kofi Annan lo hizo con Rufi Etxeberria en representación de la izquierda abertzale?
La contradicción se percibe también en la incapacidad de articular un argumento sólido para este veto. En la comparecencia en que dio a conocer la negativa a reunirse con Amaiur, la vicesecretaria general del partido, María Dolores de Cospedal, dijo que «el PP quiere hablar con todos los partidos que tengan un objetivo amparado en la Constitución, y éste no es el caso». Varios partidos se apresuraron a recordarle que esa misma definición vale para otras fuerzas con las que sí se reúne. Así que otros portavoces del PP han improvisado una segunda versión que alega que la izquierda abertzale forma parte de Amaiur y a día de hoy no tiene un partido legal, una tesis que tampoco se sostiene si se tiene en cuenta que la legalidad de la izquierda abertzale en realidad está pendiente del Tribunal Constitucional («caso Sortu») y, sobre todo, que Amaiur no sólo no ha sido prohibida, sino que ni siquiera aparecieron motivos para la impugnación.
Así las cosas, y ante la consciencia de que está solo en ese veto, el PP vasco ha intentado recuperar oxígeno reuniéndose hace tres semanas con Aralar, uno de los socios de Amaiur, para normalizar relaciones.
El ejemplo unionista
Lógicamente, el veto al diálogo con el adversario político no es algo nuevo en el mundo ni patrimonio del PP. Se ha usado habitualmente con la intención de tratar de deslegitimar a ese adversario, o bien para ganar tiempo y posición en una negociación política. Pero mirando el caso irlandés se encuentra un dato que resulta sorprendente y a la vez ilustrativo: la negativa de los unionistas a dialogar directamente con el Sinn Féin no impidió que la mesa en que se sentaban juntos en el Palacio de Stormont alumbrara el Acuerdo de Viernes Santo, epicentro del proceso de paz.
Durante las semanas en que se produjo la negociación política en Belfast, el partido que lideraba David Trimble (UUP) se negó a cruzar una palabra directa con el de Gerry Adams. Sin embargo, ello no fue óbice para que ambos terminaran dando el sí al texto consensuado e impulsando su posterior aprobación en referéndum. Con el tiempo, también el DUP de Ian Paisley, el «Doctor No», se unió al proceso hasta formar el gobierno de coalición con Sinn Féin.
El pasado mes de febrero, el Parlamento de Westminster celebró una inédita sesión sobre Euskal Herria. En una situación menos madura que la de ahora, los participantes españoles rechazaron el diálogo. Quien les respondió fue precisamente un conocido dirigente del DUP, Jeffrey Donaldson: «Nosotros hace quince años pensábamos lo mismo; no queríamos diálogo. Luego nos dimos cuenta de que estábamos muy equivocados».
El factor tiempo
A la vista está que el PP actual tiene más que ver con el casi eterno «no» de Paisley que con las moralejas de Donaldson o Powell. En cualquier caso, tan importante como admitir la decisión del veto es preguntarse el porqué del mismo. Y aquí aparecen dos factores: la necesidad interna de marcar músculo y la externa de ganar tiempo.
La primera tiene que ver con los delicados equilibrios internos del PP, donde falta por ver si Rajoy consigue marcar una línea propia adaptada al nuevo tiempo, para el que no valen las recetas de José María Aznar ni las imposiciones de la ultraderecha mediática. El segundo factor es asumido desde la propia izquierda abertzale; voces como las de Arnaldo Otegi, Rufi Etxeberria o Patxi Zabaleta han dado por sentado en estas últimas semanas que el PP tratará de imponer ahora un impasse. Y para eso, ¿qué mejor que mantener la puerta cerrada al diálogo?
El veto al diálogo, por tanto, es sintomático de la falta de adaptación al nuevo tiempo, pero poco más. De hecho, los dos temas claves de los proximos meses ni siquiera exigen sentarse con la izquierda abertzale, aunque esto resulte muy conveniente. Sortu depende del Constitucional; y la política carcela- ria, del Gobierno. Y ambos pueden empezar a resolverse desde las leyes actuales.
La negativa de Rajoy a hablar con la izquierda abertzale resulta cada vez más difícil de sostener cuando la relación del PP con Bildu es ineludible -con acuerdos sectoriales incluidos- en las instituciones, y cuando el rey español ha posado con Errekondo y Annan con Etxeberria.
En Euskal Herria sólo UPN y UPyD secundan esta posición. Maiorga Ramírez (Bildu) espetó esta semana a Yolanda Barcina en el Parlamento que «se van a generar foros y UPN va a tener que estar ahí y acabará estando ahí. Y usted lo sabe».
Si en algún sitio la apertura del diálogo directo entre las dos facciones enfrentadas ha sido dificultosa, ése es Irlanda; más incluso que en la Sudáfrica del apartheid, donde estando preso todavía Nelson Mandela inició una interlocución directa con los gobiernos racistas. Los unionistas no rompieron el hielo con los republicanos hasta después del acuerdo resolutivo, pero luego el deshielo fue vertiginoso.
Sinn Féin lo intentó en vano durante mucho tiempo, sin lograr más que algunas vías de contacto esporádicas y colaterales. En sus memorias políticas, Gerry Adams constata cómo fueron interiorizando esa necesidad de hablar con sus enemigos, en un contexto de dos comunidades sociales totalmente enfrentadas. Las razones que aporta probablemente sean reconocidas también por la izquierda abertzale hoy, cuando tiende la mano al PP vasco: «Dedujimos que la unionista era una sociedad en estado de sitio, muy distinta a la comunidad dogmática y beligerante que describían sus líderes. Nosotros teníamos lo que podría calificarse de visión paternalista de los unionistas. A nuestro juicio, estaban engañados y equivocados, y su dependencia de la unión derivaba de una mentalidad colonial (...) Profesaban un ardiente amor a todo lo británico. Sin embargo, tras un examen y un debate más profundos, su `britanidad' parecía en muchos casos más un rechazo de los irlandés que adhesión a lo británico. En algunos sentidos, ese rechazo y esa adhesión dependían de lo que, para ellos, significa ser irlandés. ¿Qué es lo irlandés? ¿Quiénes son los irlandeses? ¿Quién decide ambas cosas?»
«Necesitábamos explicar a los unionistas qué Irlanda imaginábamos -continúa recordando el líder de Sinn Féin-: un país integrador, pero igualitario y justo, en el que se respeten los derechos humanos. Además, necesitábamos encontrar un lugar para los unionistas en la nueva Irlanda. Y también necesitábamos escucharles y saber a qué se referían cuando hablaban de `lo británico'. Por su parte, ellos necesitaban decírnoslo», constata.
Gerry Adams explica también que el desconocimiento de los unionistas hacia los republicanos hizo que durante mucho tiempo desconfiaran de cualquiera de sus iniciativas para la resolución del conflicto. Y que, en paralelo, se vieran sorprendidos por cada convocatoria electoral en que Sinn Féin obtenía un buen resultado que sus adversarios no contemplaban para nada.
Llegados al momento clave del proceso, la recta final de las conversaciones de Stormont en 1998, unionistas y republicanos seguían hablando sólo a través de intermediarios. Y, por tanto, continuaban sin conocerse de verdad. El unionista UUP fue el último en sumarse al acuerdo, el partido que más dudó. El senador Mitchell, mediador en la mesa, explicó el porqué a Gerry Adams: «El problema de David Trimble es que nunca creyó que ustedes fueran en serio. Esperaba que el Sinn Féin fuera el primero en darse por vencido, que no quisiera firmar el Acuerdo. Pero ustedes siguen a bordo. Ya no le queda tiempo. Y ni siquiera ha hecho una labor preparatoria entre sus propios compañeros». R.S.
Al margen de la inevitable relación entre sus electos en las distintas instituciones, no constan reuniones oficiales entre el PP y la izquierda abertzale desde el año 1998. Entonces también ese partido ocupaba el Gobierno español y también los independentistas estaban en la cresta de la ola, tanto política como electoralmente, a consecuencia del Acuerdo de Lizarra-Garazi y el alto el fuego de ETA.
El contacto fue mantenido en secreto durante varias semanas, pero GARA lo reconstruyó con detalle años después. El día 11 de diciembre -acaban de cumplirse trece años-, un vehículo de la Guardia Civil esperaba en el peaje de la A-1 para abrir paso a cuatro representantes de Herri Batasuna hasta un chalé de la comarca de Juarros (Burgos). Se trataba de Arnaldo Otegi, Rafa Díez -ambos presos actualmente por su actuación política-, Pernando Barrena e Iñigo Iruin.
Sólo cinco minutos después llegaban los tres enviados de Aznar, los mismos a los que mandaría después a entrevistarse con ETA: Ricardo Martí Fluxá, el número dos del Ministerio del Interior de Mayor Oreja; Javier Zarzalejos, secretario general de la Presidencia; y Pedro Arriola, sociólogo y asesor personal de Aznar en todo aquel proceso. El presidente español había anunciado cinco semanas antes que «he autorizado contactos con el MLNV».
No hubo reproches mutuos, sino un intento claro desde el inicio por entablar confianza mutua por ambas partes. El equipo de Aznar hizo énfasis en explicar que acudían con el único objetivo de confirmar si la tregua abierta en setiembre podía ser definitiva, a lo que sus cuatro interlocutores le respondieron que eso tendría que preguntárselo a ETA. Por su parte, la izquierda abertzale sondeó la disposición del PP a abordar las cuestiones políticas que son base del conflicto: el derecho a decidir y la territorialidad. Los tres enviados de Aznar aceptaron que el esquema soberanista fijado en Lizarra-Garazi les desbordaba.
Así pues, no hubo punto de conexión posible entre las dos posiciones, pero sí un tono respetuoso. La reunión no tuvo continuidad. Aznar pasó a hablar con ETA y evitó siempre referirse a aquella cita con la izquierda abertzale, de la que poco a poco fueron saliendo detalles. Otegi afirmaba esta semana en la Ser que con el tiempo ha apreciado aquel paso de Aznar. R.S.