Confieso que me apasiona. No, no me refiero al largo proceso de primarias republicanas que, a este paso, llegará a aburrirnos. Y que, por no contar, no tiene ni el acicate del «fenómeno Obama» de hace cuatro años.

Los que realmente me ponen son los protagonistas de los caucus de este año. El favorito del establishment, Mitt Romney, es un mormón que en su día hizo proselitismo por tierras de Catalunya Nord. Lo que no le basta como credencial religiosa.

Entre sus rivales destaca Rick Santorum, un ferviente católico admirador del Opus Dei; varios candidatos que defienden seguir a pies juntillas el diktat del sionismo israelí contra todos sus enemigos, y hasta un libertario (Ron Paul) que rechaza toda intervención de EEUU en el exterior y propone, en resumen, cerrar la puerta del país (también a los inmigrantes) y echar la llave al mar.

Eso sí, casi todos coinciden en acusar a Obama de socialista y en calificar de anatema las certezas de la evolución y del cambio climático.

Y lo que más me maravilla es leer a todos esos que no dudan en denunciar la dependencia de lo religioso de muchas sociedades -siempre árabes o musulmanas- y son capaces de tragarse sin rechistar semejante nivel de debate político.

Sí, ya se que son muchos los estadounidenses que no viven pendientes de lo que dice la Biblia sobre la crema de cacahuete. Como hay muchos iraníes que, en privado, pasan del Corán.

Me da, sin embargo, que buena parte de estos pretendientes a la Casa Blanca no pasarían un test de salud mental en las puertas de un siquiátrico, no ya en Nueva York sino incluso en Teherán.