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Antonio Alvarez-Solís Periodista

El funcionario

La frase produce una perplejidad profunda: «Haré cualquier cosa aunque no me guste y aunque haya dicho que no lo voy a hacer». La pronunció en una emisora el jefe del Gobierno. No estamos, pues, ante un político, sino frente a un funcionario urgido por sucesos que le desbordan. Acaso el Sr. Rajoy no es más que eso: un puro funcionario que no pretende sino llegar al fin de semana para dedicarse a sus cosas. Tengo graves sospechas de que esta es la realidad no solo respecto al presidente, sino a su equipo. Estas sospechas me acosaron ya durante toda la campaña electoral. Nunca percibí en el actual dirigente del Gabinete ministerial cosa que semejase a un auténtico discurso político. Le faltó en todo momento algo siquiera parecido a un proyecto de gobierno. No tenía oferta alguna para dirigirse a la nación acerca de la gran crisis en que se debatía el mundo y, con él, España. Está claro que lo primero que hizo al llegar a la Moncloa fue sentarse junto al teléfono a esperar la llamada de Berlín, de Washington, de París, de Londres. «¿Guindos, qué hacemos ahora?». Los banqueros se le desbordaron, los grandes empresarios a los que había regalado Aznar las empresas públicas se apresuraron a sentarse a la mesa de la gran timba donde se manejaba un dinero sin control alguno. Y cuando empezó a sonar el teléfono, el Sr. Rajoy se enteró de que además de una burbuja inmobiliaria España padecía otra burbuja, quizá mayor, en toda su economía empresarial. Entonces recurrió al sonsonete de la «herencia recibida». Ni siquiera sabía que esa herencia era además la herencia de Aznar y que estábamos ante el final de un modelo de existencia. El funcionario se escondió entonces en el bosquecillo de la Moncloa. Y vino el lobo. Ay, Señor.

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