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Lo que el Estado no perdona a Otegi y Díez es que el proceso no concluyera en escisión

La sentencia del Tribunal Supremo por el denominado «caso Bateragune», en la que se confirma la condena a Arnaldo Otegi, Rafa Díez, Miren Zabaleta, Arkaitz Rodríguez y Sonia Jacinto por «pertenencia a banda armada» (aunque no se les incautara arma alguna, no exista prueba alguna de vinculación organizativa, su actividad supuestamente delictiva fuera pública y el grupo armado al que se refieren anunciase hace más de seis meses el «cese definitivo de su actividad armada») deja clara una tesis que nada tiene que ver con el Derecho y mucho con el Estado en el que se ha dictado la sentencia. Lo que el Estado español no perdona a esos líderes de la izquierda abertzale -a quienes todo el mundo otorga el mérito de haber puesto en marcha el debate del que saldría la ponencia «Zutik Euskal Herria» y que traería, entre otras consecuencias, la mencionada decisión de ETA- es no haber concebido ese mismo proceso en clave de rendición y que, en consecuencia, no provocaran una escisión que terminara por liquidar el movimiento político que representan.

Lo que el Estado no puede aceptar es la obsesión de esos líderes abertzales por llevar todo el movimiento de liberación unido detrás suyo, su esfuerzo por plantear un proceso de transición ordenado y apoyado a nivel internacional, su capacidad para plantear el debate estratégico en clave de avance para el independentismo. Lo que no soporta es que lo lograran, que les haya salido bien, que lo que el Estado contemplaba como una crisis que derivaría en agonía haya resultado ser una renovación política que sitúa al independentismo vasco en la mejor posición para alcanzar sus objetivos desde la muerte de Franco. Precisamente en el peor momento para España como estado europeo viable, también desde entonces.

Si junto a la sentencia se recuperan las declaraciones de los responsables políticos y los artículos de prensa del momento en el que fueron detenidos los cinco de «Zutik Euskal Herria», se ve claramente que esa era la estrategia del Estado: rendición y escisión, cueste lo que cueste, caiga quien caiga. Conscientes de la debilidad que había generado la crisis interna dentro de la izquierda abertzale, los que Otegi califica como «enemigos de la paz» hicieron gala de esa naturaleza. Jugaron a provocar un cisma, aun sabiendo que lo más probable era que eso supusiese que ETA no pudiera tomar la decisión que ha tomado de manera unívoca e irreversible. Es decir, preferían más bombas a más votos. Apostaron por alargar la batalla militar con tal de no perder la guerra política, y es por eso por lo que condenan a quienes ya entonces respondieron una y mil veces «votos, es lo que llevamos pidiendo más de cincuenta años: poder decidir libremente nuestro futuro». El compromiso de los cinco condenados con los medios democráticos y pacíficos no está en duda. Lo que el Estado castiga es que hayan demostrado que así se puede armar una estrategia eficaz para lograr la autodeterminación y, si el pueblo vasco quiere, la independencia.

¿Cómo puede si no un Tribunal Supremo decir que suscribir los Principios Mitchell no es suficiente? ¿Cómo puede basar su sentencia en unas declaraciones de Argala de 1974 y no atender a lo ocurrido desde la detención de los acusados? ¿Cómo puede adoptar una definición de terrorismo que iguala la coincidencia ideológica con violaciones efectivas de derechos humanos?

Líderes, candidatos y estrategas

Al día siguiente de la condena, algunos medios subrayaron que Arnaldo Otegi, el candidato natural y declarado del frente amplio vasco, no podría presentarse a las próximas elecciones autonómicas. Ese es, sin duda, un dato clave de esta sentencia. Más aún teniendo en cuenta que se trata de un político que aúna simpatías y voluntades más allá de fronteras partidarias y que el frente amplio que él promovió aspira ahora a ser primera fuerza en esa liza. Otegi ya ha señalado la importancia que, por encima de su inhabilitación, tiene esa candidatura y está claro que ese frente amplio disputará las elecciones. Pero, si no es Otegi, ¿quién podría ser la persona más idónea para representar a ese movimiento político? Esa es la pregunta que más interesa ahora a quienes antes más interesaba la inhabilitación de Otegi. Si se mirase con perspectiva histórica, la respuesta sería obvia: Rafa Díez. Hasta ahí llega la perversión de esta sentencia. No solo mantiene en prisión e inhabilita a un candidato a lehendakari, sino que lo hace con dos.

La figura de esos líderes encarcelados, junto a la del resto de militantes políticos que conforman el Colectivo de Presos, es un capital simbólico que puede mover conciencias más allá de todo tipo de fronteras, tanto partidarias como territoriales. El apoyo que les mostraron ayer mujeres de diferentes sensibilidades es prueba de ello. En otros procesos similares esos símbolos han tenido también un reflejo internacional. Por eso ese capital debe ser puesto en valor, debe ser reivindicado. En definitiva, debe ser activado por quienes tienen la legitimidad para hacerlo, pero también la responsabilidad de hacerlo efectivo. Su aportación no cesó cuando fueron detenidos, tampoco lo hará por haber sido condenados.

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