«Prefiero no escribir con tal de no volver a pasar por lo que nos tocó vivir»
Alvaro HILARIO | BILBO
Héctor Abad ha estado estos días en Bilbo para participar en el festival literario Gutun Zuria. Periodista, traductor, poeta y novelista, Abad cuenta con casi una docena de títulos de narrativa en su haber, aunque sea «El olvido que seremos» (2005) su obra más popular. Esta es un relato de su vida familiar y de la relación con su padre. Es, además, la denuncia de un asesinato, de una injusticia.
El pasado viernes, Abad estuvo en la cárcel de Basauri conversando del libro con un grupo de 30 internos. GARA también ha tomado «El olvido que seremos» como excusa para la entrevista, para charlar con este interesante autor.
Imagino que no soy original, pero, a las pocas páginas, me vinieron a la cabeza las coplas de Jorge Manrique. Su libro sería algo como las coplas de Manrique noveladas.
Es verdad. Es, además, uno de los poemas que recitaba mi padre. Siempre me ha parecido que tienen un sonido perfectamente combinado con el sentido de las palabras (recita). Es otro período, es otra circunstancia y es otra experiencia: él es un cristiano que podía creer en su mundo, en ese orden cristiano, católico, en que un buen caballero se podía morir honradamente en su cama y tener la confianza de otra vida, de una vida eterna mejor. Todo en ese poema es como muy tranquilo, muy armonioso; digamos que es como una buena muerte, como la que uno desearía para si mismo y para la gente que quiere. La muerte por edad, por enfermedad cuando uno ya es viejo y morirse así, cerca de su mujer, de sus hijos y hermanos, serenamente. La experiencia mía y de la muerte de mi padre fue distinta. Cada cual escribe en su época: yo no tengo ahora el consuelo de la fe, o de la esperanza de una vida mejor. Cuento, desde esa perspectiva, la vida buena, de un hombre bueno, como Jorge Manrique consideraba a su padre bueno, como don Antonio Machado se consideraba a si mismo, en el buen sentido de la palabra, bueno; yo creo que mi padre era bueno y cuento la injusta muerte de ese hombre bueno y sin esperanza de volverlo a ver en otra vida, en la resurrección, pues lo evoco y creo que le puedo dar una mayor duración a su vida contándola, poniéndola en palabras; nada más que eso: mantener vivo su recuerdo más tiempo, postergar el olvido que seremos desde la perspectiva del siglo XXI es lo que pude hacer.
Dice usted en el libro: «...casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra».
Mi padre no llegó a ver ningún libro mío publicado; leyó algunos poemas míos, quizás alcanzó a leer algún cuento. Por eso cuando publiqué mi primer libro de cuentos, en el 2000, cuatro años después de su muerte, yo se lo dedico. Es un libro muy malo, pero la dedicatoria es una de las mejores cosas en él: «A mi padre, no a su memoria». Desde entonces creo que he escrito no con la esperanza de que él me vaya a leer -no creo que las almas puedan leer desde el más allá- pero sí con la ilusión de creer que a él le habría gustado leer lo que yo escribo. Pura hipótesis, puro potencial: que si él estuviera vivo, eso le gustaría.
En el libro se entrecruzan -es inevitable- lo que es el relato personal y la historia de tu familia con los acontecimientos políticos, económicos y sociales de Colombia en la segunda mitad del siglo XX, incluyendo episodios como el Bogotazo, Gaytán, la Gran Violencia o el gran poder que tiene la Iglesia.
Creo que todos los países, como todas las personas, somos bastante egocéntricos, nos interesa más lo local, la violencia local, lo que les pasa a nuestras familias a nuestros vecinos inmediatos. Es normal que cada uno conozca mejor la historia del país donde vive. Sin embargo, hay curiosas afinidades, cosas que se entrecruzan. No me parece tan distinta la historia de un lugar y otro: la historia de la Iglesia en Colombia me parece medio calcada de la historia de la Iglesia en España porque muchas cosas que nosotros vimos en la Iglesia son cosas llevadas allá por curas, jesuitas, el Opus Dei; españoles que fueron allá y llevaron su visión del mundo y de la Iglesia. La violencia de los años 80 y 90 en Colombia a veces se parece un poquito a partes de la Guerra Civil española; la Guerra Civil española fue todavía peor: fue una guerra directa, peleada por casi todos, que partió en dos a las familias. En Colombia eso llegó a pasar, pero mucho menos, en una proporción mucho menor.
Si hablamos de Colombia y estereotipos, corremos el riesgo de que la figura de García Marquez eclipse la demás producción literaria de Colombia.
Sí, como Colombia es un país joven nuestros clásicos son, en general, los clásicos españoles. Pero tuvimos en el siglo XX -y tenemos- una especie de clásico vivo, al que queremos mucho. Creo que ya la generación mía de escritores ya no lo ve como un escritor que haya que imitar o esté proyectando una sombra muy pesada sobre nosotros; no, ahora lo tomamos como un clásico vivo. ¡Qué suerte para un escritor de mi generación haberlo podido conocer, haberlo podido tratar! También haber podido trabajar en una revista que él mismo dirigía en cierto sentido, como «Cambio». Lo puedo ver con ese respeto y esa admiración con que se ve a los clásicos pero también con esa distancia de que las historias que queremos contar los escritores de mi generación son otras y se escriben con otras herramientas que no son las del realismo mágico.
Obvio. Su libro es bien diferente, es hermoso, es lírico. Esos criterios que utilizó su padre para educarle a usted, el amor, el cariño...
Tuve la suerte de tener ese padre que combinaba una vida pública muy digna, valiosa, muy útil para los demás y una vida privada igualmente digna, amorosa, y creo yo que útil y constructiva para los que estábamos cerca. Muchas veces hay gente que tiene una vida pública muy buena, gente que ama mucho a la humanidad pero aman poco a los nombres concretos de su familia y no son tan buenos en la intimidad familiar. Mi padre combinaba bien las dos facetas. No eran vicios privados y virtudes públicas sino que había virtudes públicas y privadas; también tonterías públicas y privadas (no era ni mucho menos un santo ni yo quise pintar un santo): Ahora, con estas tragedias locas de Corea del Norte, recuerdo que mi padre pertenecía a una sociedad de amistad con Corea del Norte; y pienso que cómo pudo ser posible, que un tipo inteligente, sensato y culto pudiera tener alguna simpatía por un bárbaro como Kim Il Sung. Hay cosas suyas que no puedo entender y creo que son tonterías que cometió.
En un momento del libro dice de usted mismo que «desde que crecí rehuyo los grupos».
No me gustan las manifestaciones. Todos los seres humanos somos muy gregarios; es muy raro, con los niños se ve bien. Una vez, alguien propuso como protesta adecuada remangarse los pantalones; más allá de si era adecuado o no, todo el mundo lo hacía, sin un pensamiento crítico. Cuando alguien va a manifestaciones empieza a firmar y afirmar, respaldar un montón de situaciones con las que no puede estar de acuerdo. Tengo pánico a convertirme en una ficha más de la masa; tal vez yo sea muy individualista, pero yo quiero pensar todo, pasarlo por un cedazo, sopesarlo y dar mi opinión , no ir a gritar eslóganes que me pasan en un papel para que yo los grite cuando ni siquiera sé qué quieren decir. A eso le tengo mucho miedo. Creo que las masas son fácilmente manipulables y para que no nos manipulen hemos de intentar estar equidistantes de ellas, de cualquier masa.
Habla varias veces en el libro de cómo conseguir el amor, la felicidad. Recuerda también que la felicidad es muy frágil. Me impresiona mucho el capítulo donde usted habla de la muerte de su hermana y dice: «en esos años nos imaginábamos que toda la vida iba a ser buena».
Como tuvimos una familia muy normal y muy feliz no nos dábamos cuenta. La gente que ha perdido la felicidad lo vive así, creo que el mito del paraíso perdido viene precisamente de la experiencia de muchas personas que han vivido bien, que mantienen el mito de que cualquier tiempo pasado fue mejor; bien, cuando uno tiene poca experiencia del mundo, cuando es muy joven, ha tenido menos tiempo para que le toquen tragedias y desgracias, entonces es fácil mitificar el pasado o la infancia y la juventud. Lo que pasa es que basta dejar pasar el tiempo suficiente como para empezar a ver que la vida esencialmente no es buena ni mala, que pasan un montón de cosas que, irremediablemente, nos van a entristecer. Vivir una vida como la de Manrique en la que uno muere de viejo en la cama puede darse, pero no es la regla.
Termina usted el libro casi como empieza, diciendo que debía escribir el libro. ¿Qué otras razones tiene ahora para escribir?
Es curioso. Este libro lo tenía que escribir, sentía que debía escribirlo; los otros los escribo porque quiero. Esto no es malo ni bueno, es una experiencia distinta, escribir porque sientes una obligación o porque quieres hacerlo, porque es un oficio, una diversión... Todo me parece válido y no por el hecho de que un libro sea obligatorio va a ser mejor. En el caso mío este libro ha sido más leído, más querido por los lectores y, a lo mejor, va a ser el único libro por el que sea recordado el día que me muera, si es que alguien me recuerda o algún libro mío llega recordarse. Pero escribir por obligación es muy duro, escribir porque no te puedes sacar de encima la memoria, porque tienes que dar testimonio de algo injusto; es algo que no me gustaría que me sucediera de nuevo. Prefiero no escribir ningún otro libro bueno a cambio de no tenerque vivir nada parecido a lo que le tocó vivir a mi familia. Preferiría dejar de escribir, hacer cualquier pacto con los ángeles, el demonio o dios con tal de no tener que pasar por algo parecido de nuevo. No sería capaz. Hay una maldición china que dice «que tengas una vida interesante». No quiero tener una vida interesante, quiero tener una vida común y corriente, tranquila. En «El olvido que seremos» no pude escribir de esas «frivolidades» que son la felicidad de la vida: el desamor, el adulterio, las cosas comunes, las tristezas soportables; que bueno escribir de eso porque uno se divierte, porque le gusta hacerlo.
Escritor y periodista
Héctor Abad Faciolince(Medellín, 1958) es novelista, poeta, periodista y traductor. Aunque es autor de casi una docena de títulos de narrativa, «El olvido que seremos» (2005) es su libro más conocido. Es una obra dedicada a su padre, un médico liberal asesinado en 1987 por los paramilitares.
«Creo que mi padre era bueno y cuento la injusta muerte de ese hombre bueno y sin esperanza de volverlo a ver en otra vida, en la resurrección; lo evoco y creo que le puedo dar una mayor duración a su vida contándola»
«Creo que ya la generación mía de escritores, ya no lo ve como un escritor que haya que imitar o esté proyectando una sombra muy pesada sobre nosotros; no, ahora lo tomamos como un clásico vivo.»
«Tengo pánico a convertirme en una ficha más de la masa; tal vez yo sea muy individualista, pero yo quiero pensar todo, pasarlo por un cedazo, sopesarlo y dar mi opinión»
«Este libro sentía que debía escribirlo; los otros los escribo porque quiero. Esto no es malo ni bueno, es una experiencia distinta, escribir porque sientes una obligación o porque quieres»