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«La camarera»: Palabra de «femme fatale»

Novela póstuma de James M. Cain (1892-1977), «La camarera» constituye, a la vez, síntesis y liquidación de la obra de uno de los puntales de la novela negra, autor de clásicos como «Mildred Pierce», «Pacto de sangre» o «El cartero siempre llama dos veces». RBA acaba de publicarla en castellano apenas un año después de que apareciera en el mercado norteamericano.

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Jaime IGLESIAS

En 1975 James M. Cain contaba con 83 años y una angina de pecho lo iba consumiendo poco a poco. Sus días de gloria como escritor, localizados en la época de la Gran Depresión y en los años de la II Guerra Mundial, quedaban muy atrás. La sociedad había cambiado y la novela negra (género del que Cain fue maestro indiscutible y, junto a Chandler y Hammet, uno de sus forjadores) se nutría de nuevos referentes, ejemplificados en la extrema irreverencia, de inspiración nihilista, que cabe localizar en la obra de escritores como Jim Thompson. Quizá por eso el autor de clásicos como «El cartero siempre llama dos veces» se había reciclado probando suerte en otras ramas de la ficción literaria como la novela histórica o el relato infantil. Sin embargo, consciente de que su vida se apagaba, quiso volver a sus orígenes con una nueva obra que portara su inconfundible sello. Fue así como surgió «La camarera».

Como una de esas películas malditas de las que todo el mundo conoce su existencia pero que nadie ha visto (bien porque se han destruido las copias, bien porque jamás han llegado a exhibirse), «La camarera», novela póstuma de James M. Cain (quien falleció en 1977 sin entregarla a ninguna casa editorial) fue un misterio durante más de treinta años. Por entrevistas concedidas durante los últimos meses de su vida se sabía que el escritor norteamericano estaba terminando una nueva novela, pero durante casi tres décadas el manuscrito original anduvo perdido hasta que Charles Ardai, editor del prestigioso sello «Hard case crime» (la colección que ha relanzado el hardboiled como género), comenzó una labor de rastreo en 2003 que culminó con la obtención no de uno, sino de varios manuscritos sobre los que Cain habría trabajado durante sus últimos días de vida.

Todo este material no hizo sino dificultar el trabajo del editor quien, a partir de ese momento, consagró sus esfuerzos a reconstruir el puzzle literario que tenía ante sí, tal y como lo explica él mismo en el epílogo a la edición estadounidense del libro, aparecida el pasado año, epílogo que, convenientemente traducido, cierra ahora el volumen que RBA acaba de lanzar en castellano con el marchamo de «novela inédita», aunque, visto lo visto, más que como novela «La camarera» bien puede ser presentada como un acontecimiento literario en toda regla, algo que ciertos autores, como Stephen King, no se han privado de hacer.

Dejando de lado este tipo de consideraciones y ciñéndonos a la novela en sí, lo que queda claro es que la carrera literaria de James M. Cain no pudo haber tenido mejor broche final, pues «La camarera» resulta una suerte de versión corregida y aumentada de los grandes temas y figuras que pueblan el universo literario de este autor.

Como en «Mildred Pierce» hay una joven madre en situación precaria que, por amor a su hijo y para sacar a éste adelante, transige en aceptar un empleo de camarera que la expone a la maledicencia de una sociedad provinciana llena de prejuicios. Frente a ellos, Joan (la protagonista) se hará fuerte usando a los hombres a su conveniencia, lo que, directamente, nos conduce al arquetipo de la femme fatale, protagonista absoluto de la producción literaria de Cain. Como en «El cartero siempre llama dos veces» o en «Pacto de sangre», aquí también hay una unión de conveniencia entre un hombre mayor y una mujer joven que lo repudia y que únicamente busca en el matrimonio una seguridad económica mientras sus necesidades afectivas las desarrolla fuera del mismo.

A vueltas con el mito de la femme fatale hay quien reprochó a James M. Cain convertir el arquetipo en estereotipo, al punto de hacer que prácticamente todas sus novelas convergieran en torno a un mismo argumento: una zorra sin escrúpulos consigue embaucar en la perpetración de un delito a un hombre simple y manipulable, sirviéndose para ello de sus dotes de seducción. Esta simplificación de los argumentos ensayados por Cain en sus mejores obras haría saltar todas las alarmas a ojos del lector actual, pues no quedaría otra que acusar al autor de misógino y, sin embargo, una lectura más en profundidad de sus novelas sugiere un escenario bien distinto. Lo que hizo James M. Cain en sus más memorables creaciones fue precisamente evocar la situación de indefensión de la mujer en un contexto social puritano y opresivo que las reservaba el rol de esposas o putas sin apenas matices. En un mundo donde el dinero emerge como paradigma de poder y donde la mujer, para abrir una simple cuenta de ahorro, tenía que ser autorizada por su marido, convengamos que sus posibilidades para reivindicarse, para reafirmarse socialmente y para gozar de una cierta autonomía, estaban bastante limitadas.

No obstante, «La camarera», escrita ya en los años 70, presenta sutiles modificaciones respecto a ese perfil de femme fatale tan recurrente en la obra de Cain. En primer lugar la protagonista ejerce como tal a su pesar y, desde luego, no de cara a la preparación y ejecución de ningún delito, pues nada de eso hay en esta historia narrada en primera persona por ella, lo cual también constituye una novedad respecto a obras anteriores de su autor, escritas en tercera persona o desde el punto de vista masculino.

Joan Medford aparece como una víctima, acorralada por las suspicacias que sus ansias de emancipación y su belleza despiertan en un mundo de hombres arrogantes y mujeres sometidas. Eso sí, el hecho de conferir al relato un tono de alegato permite a Cain jugar con una cierta ambigüedad, no queriendo despejar la duda de si su protagonista es, inocente o no, de los cargos que socialmente (más allá de resoluciones judiciales) se la imputan. Ella los niega, pero al lector se le invita a ejercer de juez, poniendo así también a prueba los prejuicios de cada quien en un gozoso, y perverso, juego de aprensiones y suspicacias que, en su carácter desabrido, rezuma aromas de la mejor serie negra.

 

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